Forma y utilidad

 

Con algo así como una voracidad moral, gobernaba. Las vidas de su mujer, su hijo y sus hijas – con algo menos de escrupulosidad lo hace con las de sus subalternos. Íntimamente se justificaba diciendo que era el pavor a una recidiva de los excesos del espíritu a los que antaño se había terminado por entregar con ilimitado apasionamiento, como quien pretende alcanzarlo todo a través de la negación de los valores que prestigian esas mismas metas. Desde que había podido enderezar su vida – sucumbido, más bien, a la legislación paterna (so pena de desheredamiento; un tratamiento harto efectivo para quien creía que sólo a través del dinero se puede alcanzar respeto y prestigio): matrimonio, casa y un puesto en la empresa familiar -, temía siempre encontrarse alguna de las numerosas perjudiciales consecuencias que seguramente debía haber desencadenado en ese pasado disoluto. De tanto en tanto, en algún sueño o en alguna calle sin presencias, lo asaltaba un rostro, un cuerpo, una escena siempre húmeda y desaforada y desbordante de consecuencias.

 

Que es su carácter, se dice. El temperamento que deben tener quienes mandan. Que su padre era igual. O no exactamente. Parecido. Esa misma rigidez que puede legislar con su silencio. Pero el viejo no tenía esa suerte de horror que, cada vez más, le descubre a su marido – en minúsculas indecisiones, titubeos; incluso en silenciosos y decorosos enconos (que bien podrían confundirse con una breve ausencia mental, una disquisición íntima, o indiferencia) que parecen provenir de un rencor o un extravío. Como si en lo que apenas dura un parpadeo confrontara resultados – pero de una manera antitética a los cálculos a los que se aboca para evaluar negocios, apoyos políticos convenientes y romances esporádicos (claro que los conoce; o, más bien, los intuye; un hombre de su posición está obligado a tales lugares comunes). En este caso, en cambio, aventura ella, parece discernir una culpa o la violación de un contrato suscrito con vaya uno a saber qué potencias legisladoras. Y aguanta. Ella. Es lo que hizo su madre, y su abuela, etcétera. Lo que hacen las mujeres. Eso y supervisar la educación de los hijos y los quehaceres de la servidumbre. Y lucir su saber estar y su figura en eventos sociales. Cada vez menos, se dice, observando tres o cuatro años que le entraron en la piel vaya a saber cuándo; pero que no recuerda haberlos visto ayer, tan pesados, creando pellejo en el cuello.

 

Aunque nunca lo ha dicho, está convencido de que no soy su hijo. Lo sé porque lo leí una vez en un cuaderno que guarda en su estudio. A saber cuándo se le metió esa idea. Por ello, conjeturo, se aferra al dominio de su hogar y los negocios: en el primer caso, como una suerte de castigo a mi madre y mis hermanas (a la primera, por pecaminosa concepción; a las otras, por una sospecha de contubernio y pitorreo); y en el segundo, para asegurarse la autoridad necesaria para impedir siquiera cualquier murmuración; amén de para mantenerme alejado de tales asuntos pecuniarios. Es un cuaderno de tapas negras, duras y hojas rayadas; allí, con caligrafía pulcra, sólo anota sus dudas – que, con los años, se convierten en seguridades -, pero no identifica culpables (o culpable, puesto que mi madre, en su sistema de pensamiento, es una responsable evidente). Con cada entrada – a veces distan hasta dos o tres años entre sí -, el convencimiento aumenta y la abstracción también: en su último comentario (de este año; acaso de hace uno o dos meses) ya no menciona ni hijo, ni sospecha o certeza, sino una afrenta contra su honor más íntimo. “Me atormenta – escribe -, me pesa en la carne”. Y no puedo dejar de elucubrar alguna inclinación aberrante: la maquinación como mera distracción, como un camuflaje de símbolos descabellados y hasta perversos.

 

Toda esa moral, que le salía por la boca y los bolsillos y mangas de la camisa o la chaqueta. En casa, en la oficina, en las fiestas, en el club. ¿Dónde juntaría tanta? ¿Entre bacanal y bacanal? Porque yo y mi hermana nos enterábamos. Teníamos nuestros recursos (mi hermano creía estar más allá de estas fuentes, y se inclinaba por el secretismo y la exégesis de no sé qué escritos que una vez, por despiste, mentó). Teníamos a Evangelina, la cocinera de los Aristizábal, que más que una cocina, parecía administrar una red subterránea de informantes. Ella, muy de tirar la lengua a todo el mundo en el mercado, la informaban mucamas, chóferes, cocineras, mayordomos: vamos, el personal que, a fuerza de rebajarlo, lo hemos invisibilizado al punto de olvidarnos que están allí, que ven, oyen y limpian los restos de nuestros festejos y de nuestras miserias; restos que dicen quienes somos realmente. Ella fue la que le dijo a nuestra cocinera que mi padre, como todos, tenía sus enjuagues. Y Elisa nos lo dijo a nosotras.

 

El mundo comenzaba cada mañana en su voz (“Catalina, el desayuno”; porque yo estaba siempre lista afuera de la habitación un rato antes de que despertara). Exageración que acaso invalide o, como mínimo, disminuya mi testimonio. Pero es que cada vez que pronunciaba mi nombre (o cualquier otro, para el caso; cada vez que decía, en definitiva), era como si estuviese decretando la disposición no sólo de las mínimas cuestiones terrenas (creo que se denominan trivialidades cotidianas) que le afectaban directamente, sino todo el ordenamiento de los sucesos del mundo. Hablaba como si fuese el parlamento unánime de un concilio siniestro. O son cosas que una termina por elaborar sobre una base que poco o nada tiene que ver con el producto (o lo que una misma tiene como tal). Es cierto que mi discernimiento está aún crudo, algo torpe. Las palabras son del hijo mayor de los Hidalgo de Covadonga – viven en el caserón de enfrente -, que me visita, como suele decirse, con nocturnidad y secretismo. Dice Don Manuel, que así se llama el señorito, que no es tara hereditaria esta insuficiencia intelectual que padezco, sino consecuencia de la deficiente educación propia de mi clase social (tirando a muy baja, por lo que dice). Pero asegura que con las breves charlas que interpretamos luego de las actividades a las que nos dedicamos, acaso pueda llegar a un entendimiento pasable. Pero volviendo a lo que nos concierne. Según Don Manuel, la voz del señor no es otra que la típica del fumador, bebedor y hablador compulsivo. Y que sabe, a ciencia cierta, que el señor es muy dado a la cháchara con visos de pontificadora perorata; que de tanto en tanto, dice algún acierto, al sentido común, todo sea dicho. Creo que me lo dice para tranquilizarme, para morigerar el efecto intimidador que tiene en mí. Y para interrumpir el parloteo verbal y retomar el físico.

 

***

 

De pronto, le oyeron hablar solo en su estudio, la volvió a ver radiante, como la primera vez. Primero sospechó, y casi inmediatamente después estuvo seguro, de que aquello sólo podía significar que se trataba de la última vez que la veía. En ese barruntar que apenas si llegó a durar, advirtió que la desvinculación indudablemente entrevista no involucraba ninguna fatalidad, sino la implacabilidad de la distancia entre espíritus (no menos nefasta que aquella que impone la fugacidad de nuestra naturaleza) disímiles. Por otra parte, se dijo, un pálpito, una sensación no es prueba ante ningún jurado – como no lo son las patrañas de videntes y demás usufructuarios de los infortunios y las desesperaciones, de la misma manera habrán de desestimarse las arbitrarias e irrelevantes sensaciones, deja vus y ensoñaciones que él mismo pudiera haber tenido o no respecto del aciago fallecimiento de su mujer. Y también se dijo, mientras se anudaba la corbata, que de él se han dicho muchas cosas, demasiadas. Que ninguna de ellas es más cierta que la aseveración que él mismo pueda hacer de alguien a quien apenas conoce de nombre y de reputación (de esa que se perpetra desde la envidia, el cálculo o la saña: es decir, sin más conocimiento que del envoltorio que se les supone a las personas – que suele estar confeccionado con los hilos de los defectos y el patrón del interés de quien observa). Que esa escalera, como toda estructura artificial o natural, puede convertirse en vehículo o medio del azar; después de todo, todo es factible de ser un instrumento de la desgracia. De alguna manera hay que morir. Y cada cual, desconocedor de ello, va elaborado el método con que el mundo se deshará de él, de ella. En este sentido, Inés era de ir cultivando una distracción que todos encontraban encantadora, vocalizó. Una suerte de forma de estar, de ser, que sólo en ciertos círculos se puede encomiar. Ya me gustaría – le comentó a su rostro rígido en el espejo -, que alguno de esos que le festejaban esa suerte de ausencia, se la festejaran a una sirvienta que, igualmente despistada, rompiera un jarrón chino o uno de esos horribles y horteras huevitos rusos. Pero no es el caso. La cuestión es que Inés se manejaba, cada vez más, como si se moviera en un vacío. Y esa escalera no tenía trampas – la alfombra estaba tan bien colocada que podría haberse creído parte del mármol; ninguna losa suelta; ningún borde ni reborde traicionero, resbaladizo -; si un tal ardid existió, fue el de sus propios pasos que habían aprendido a acatar la costumbre (como se señalara él mismo anteriormente – y repetida mentalmente por vaya a saber qué cuestiones -, cultivada como un rasgo de la personalidad) de desentenderse de su mismísima función de ser. Acaso, mi única culpa, si así quiere denominarse el lacio papel que pueda suponérseme, fue el haber insistido en su momento en tener una larga escalera.

 

Estaba acomodando una de las habitaciones de invitados, que están en el ala este. Era la labor de Cata, pero me pidió que la cubriera, que tenía unos mandados. Mandados, sí. Como los míos. Pero qué importa esto. A lo que iba. Los escuché discutir. Los gritos de él. Siempre como si algo le prestara una voz, o, más bien, un eco, una caja de resonancia. Algo que no era del todo suyo. Me llamó la atención, porque el señor nunca levanta la voz. No necesita. La suya viene invariablemente de arriba. Cuando cesaron las palabras, me pareció que el señor abandonaba la habitación. Oí sus pasos contundentes – que nunca supe si pretenden asegurar bien su andar o son un método de advertencia para que aquellos que pudieran encontrarse en su camino se retiren, pero no a modo de intimidación (o sí; pero no, cómo decirlo, fanfarrona, prepotente), sino más bien, como un servicio a terceros y, a la vez, una velada declaración de recelo, que mediante la advertencia pretende a toda costa evitar posibilidades de perjuicio, es decir, la certificación del miedo. Un poco como quien va por el bosque o la oscuridad haciendo ruido para que aquello que, se cree, de no oírlo a uno, y sintiéndose acorralado, pudiera atacarlo. Bueno, así caminaba el señor. Así lo sentía aproximarse a mi habitación. Pero esto viene a cuento. Hablamos de otro evento. Mucho más trascendental, y terrible, que la trivial y habitual historia del señor y la mucamita. En fin, después, un grito. Pero como de haberse golpeado un dedo contra la mesilla de noche. Más protesta que otra cosa. Y cuatro ruidos apagados (que bien pudieron proceder de mí misma; hacía ya una hora o así que me protestaba el estómago). No fui inmediatamente, porque pensé, como dije, que la señora se había golpeado algo y se estaba desquitando con un almohadón o algo por el estilo. Pero después sobrevino un silencio de esos que no se escuchan muchas veces en la vida. O, al menos, espero que así sea. Porque no es sólo que hubo una ausencia absoluta de ruidos, sino que se enfrió todo. Como si el invierno hubiese llegado de pronto y con saña. El resto del personal me dice que me invento literaturas, que es de leer tantas novelitas románticas, en las que dicen las cosas como si fueran más de lo que son, como si realmente importaran. Pero juro que no. Por eso, de hecho, dejé lo que estaba haciendo (terminando de poner una sobrecama) y me dirigí hacia la habitación de los señores. Pero no llegué. Porque antes están las escaleras. Ahí estaba la señora. Más arriba de la mitad de la escalera. Desparramada sobre tres o cuatro escalones, no recuerdo bien, pero eran varios. Era como si se la disputaran los peldaños…Que entonces añadí frivolidades, dijeron. Pero, sobre todo, maliciaron de mi declaración porque el señor me puso un apartamentito poco después del incidente. En una pequeña ciudad del interior. Pero fue sólo un gesto de cariño…

 

No sé qué habrá visto, creído o maliciado que vio. La señora estaba, y, de hecho, aún está, en la casa del campo. El señor no le puso ningún apartamentito. Que yo sepa, se fue a casa de una hermana o una prima, quién sabe, con los desarreglos familiares que abundan en ciertos ámbitos.

 

Además, el señor no ha ejercido en su vida la violencia física. No necesita hacerlo. La otra, de índole espiritual, es harto más efectiva. No puedo imaginar ninguna coyuntura en la que el señor se viera inclinado a la brutalidad corporal. Le digo más; ni siquiera a elevar la voz en alguna discusión con algún miembro de la familia.
Por lo demás, el señor no estaba en casa a esa hora. Día de semana o en fin de semana es imposible hallarlo en la casa. Aquí viene a dormir sus cuatro o cinco horas diarias y poco más – algún almuerzo dominical en familia, alguna de esas fiestas recogidas con que agasajan a aquellos que pueden ofrecerle una ventaja, un beneficio.
Mire, no me gusta hablar mal de quien no está presente para resguardar su honor. Y creo que no lo hago cuando digo que Amalia tenía ya una edad que no la autorizaba para llamarse “mucamita”. Una edad que debía sobrellevar sola (que debe, me imagino – sin maldad). Recurría al auxilio vano de novelitas defectuosas y, por tanto, perjudiciales. Como mayordomo, es parte de fundamental de mi labor elaborar un perfil de cada miembro del personal para evaluar potenciales inconvenientes y atajarlos a tiempo. Pensé que tenía controlada la vulnerabilidad de Amalia. Nunca entreví un desenlace como el que tuvo.

 

La señora estaba. Claro que estaba. Cada vez más, podía decirse que siempre estaba en la casa. Bajó a la cocina a pedir un par de cafés como cuarenta minutos antes, o así, de que se desgraciara la pobre. ¿Maliciamos, dijo? ¿De qué? Esa mujer tenía unos pajarracos tremendos en la cabeza. Buitres leonados, tenía la pobre. ¿Que el señor la visitaba de noche? ¿De eso maliciamos? Por favor. Hubo un tiempo en que el señor visitó a alguna de las muchachitas que han trabajado aquí, de esas que pueden hacer pasar la juventud y el desparpajo como belleza o, en su defecto, como un eficiente sustituto de ésta. Pero de eso hace años. Cuando el señor tenía menos escrúpulos en ese ámbito. Ahora, me dicen, las realiza en casas de esas; ya sabe. Con sus socios o lo que sean. Eso dicen. Quizás ella vino con la ilusión de una jovencita. Unos embates. Y un bastardito que le asegurara una pensionista y un pisito. Difícil culparla por partida doble: por sus desvaríos, y porque todos buscamos alivio para lo que sea que nos estorba, atribula. Pero volviendo al asunto que nos interesa. El señor no estaba. Nunca está a esa hora. De hecho, me parece que siempre ha hecho lo posible por estar lo menos posible en la casa. Su coche no estaba. Y, como refería, la señora pidió dos cafés. Por cierto, que el señor no puede tomar café. Cosas de corazón. Además, nunca le gustó. Yo he trabajado con su familia desde que era un adolescente, y puedo asegurarle que nunca bebió café. ¿Va viendo por dónde van los tiros? Entonces, que la muchacha escuchó una discusión, es muy posible. La señora estaba en la casa. Y evidentemente recibía a alguien (si no, a cuento de qué iba a bajar a la cocina a buscar dos cafés: es decir, cantidad; y comportamiento: bajó, en vez de llamar a alguna de las mucamas para pedírselo, y, hecho esto, no solicitó que le fuese subido el encargo). Lo llamativo es que lo recibía en su habitación. Y digo “lo”, porque Amalia dijo que oyó una voz masculina. Y esta parte de su relato no la pongo en duda porque, mire, en el mercado se dice todo lo que se esfuerzan por ocultar los señores y las señoras (sobre todo éstas). Pues allí se decía que la señora (en realidad, un rasgo que compartían casi todas las señoras) llevaba ciertos asuntos al margen; ya entiende.

 

***

 

Claro que he oído los rumores. Pero son ridículos. Mi madre está en la casa de campo. Siempre gusta de pasar largas temporadas allí. Sobre todo, en esta época del año, cuando en la ciudad no sucede nada interesante; sólo la repetición de momentitos sin originalidad. No sé a cuento de qué andan intentando elaborar una tan abyecta calumnia… No sé por qué Elisa se hizo eco de estos dichos y los llevó al mercado como un bien certificado. O sí sé. No sé ni por qué me asombró su proceder. Lo hizo porque era su oportunidad de superar a Evangelina en eso del protagonismo. De congregar las atenciones de todas esas mujeres que sólo tenían para decir porciones de vidas ajenas. Trozos deformados por sus propios anhelos y resentimientos. Realmente, nadie, salvo esas mujeres que cocinan un divertimento de mercadillo, justamente, puede llegar a creer en esas maledicencias.

 

Que le pusieron un pisito a Amalia, es cierto. Y acaso le hayan alimentado la idea – que ya la tenía, ojo; que la pobre mujer vivía más bien poco en la realidad, o lo que sea este mejunje -, de que había una suerte de romance o de cariño que aún no se había consumado por aquello de respetar la honorabilidad de la señora, vamos, de no andar haciendo cochinadas en el hogar católica y legalmente constituido. Pero fue para sacársela de en medio – o no en el sentido que piensa la mayoría: de deshacerse del testimonio fundamental (fue, en todo caso, para disolver del origen de una alucinación que estaba deviniendo en calumnia creíble). Por algún motivo no lo hicieron de manera más expedita. Después de todo, acaso el señor le tuviera algún afecto o alguna lástima. No fue, pues, una nostalgia de nochecitas breves. No, no fue eso. Yo sé a ciencia cierta lo que hace la mayor parte del tiempo. Soy su chófer. Y rara vez va a algún lugar sin mis servicios. Salvo que se dirija a un edificio que diste un tramo factible para sus sucintos y nerviosos pasitos, para la menguante capacidad de su fuelle y la fragilidad coronaria. En definitiva, que sé efectivamente ya ni acude a esas casitas de lujo que hay en las afueras, yendo hacia el sur, como hacia las playas, pero mucho antes de alcanzarlas, unos tres o cuatro kilómetros antes de la primera, la cala del Espíritu, creo que la llaman. Ojo, que no lo hace por cuestiones morales, o de imagen. Estoy seguro de ello (lo que esta gente pretende que es refinamiento, prestigio y cultura, es meramente la astucia con que ocultan sus desequilibrios afectivos, sus brutalidades). No va porque está verdaderamente aterrorizado por la posibilidad de sufrir un infarto. Lo veo por espejo retrovisor, tocándose el pecho, el semblante como si hubiese atravesado una cortina de cenizas. O sintiéndose con desesperación el pulso en el cuello. No, el señor hace más de diez años que no anda con el ánimo (ni el cuerpo) para lujurias. O, para el caso, para exaltación alguna.

De manera que, dicho esto, que viene a sumarse al hecho de que el señor no estaba en la casa aquel día – doy fe de ello -, de que la Amelia ciertamente oyó una voz que confundió con la del señor; que la señora, a plena luz del día, sin cuidarse lo más mínimo del servicio; ¿quién estaba con la señora la habitación esa tarde? Alguien muy familiar; alguien que, de haber sido visto, no habría levantado ni sospecha ni habladuría. Alguien por quien tanto el señor y sus hijas estuvieron dispuestos a confeccionar el torpe cuento de la mucama que se va de pronto a lo de una hermana (o lo que sea) coincidentemente con la señora yéndose a la casa del campo. Piense. Está tirado. Ahora, el por qué, eso es otro asunto. Y siempre resulta ser el más interesante.

 

¿Qué se creyó, de pronto? ¿Auguste Dupin, Nero Wolfe? Un Dupin o Wolfe con las facultades terriblemente mermadas, sin duda: la base de del argumento, o, más precisamente, de la vacilación que intenta transmitir, imponer, es puesta en entredicho por él mismo. Lo suyo fue motivado por otros intereses. No habían transcurrido ni tres semanas del supuesto sucedido, cuando Emilio vino a despedirse sin más explicación que la de una oferta mejor, cuando mi padre no estaba. Pensó que lo imagen que mi padre tenía de mí – puedo asegurar que ya no la tiene – era un resumen exacto de la realidad. Se equivocó. No hay peor error de dejar de observar a quienes se tiene por más débiles o inútiles. Sobre todo, cuando éstos tienen la posibilidad real de acceder a una posición de inconmensurable ventaja. Mientras Emilio no observaba, yo sí lo hacía. Y así como lo estudiaba a él, lo hacía con todo el personal, con sus socios, con los que se decían amigos; con los servicios ajenos, las prostitutas que frecuentaban unos y otros. Y lo documentaba: fotos y anotaciones minuciosas. Lo dejé ir. Cómo no iba a hacerlo. Entiendo perfectamente que cada cual persiga su bienestar. Y por eso mismo, le comenté algunos hallazgos que hice sobre su persona y uno de sus hijos – que no revelaré porque hasta ahora ha cumplido con el contrato -, y le solicité que de tanto en tanto, cuando su nuevo empleador mencionara alguna cuestión que él estimara pudiera serme de utilidad, me contactara.

Mi madre está en la casa de campo. Por algún motivo, la sociedad a la que pertenezco se ha impuesto el inútil castigo de mostrarse humana: es decir, de recluir a sus enfermos, a sus tristes. Y mi madre está enferma. Cáncer de huesos, dijo el médico. O de hueso. Por ahora sólo afecta a su tibia izquierda.

En cuanto a mi padre, no se esconde de nada. Lo he jubilado. Sé que he actuado como aquellos a los que critico, en definitiva – utilicé un cotilleo que, debo admitir, también alimenté. Y, en confianza: que yo mismo creé. Yo discutí con mi madre. Quería que viera a un médico, la veía sufrir inútilmente, como si quisiera pagar una culpa formidable (son como ciertos tratos, apenas un dispositivo para endeudar al incauto). Estábamos en ello, cuando la asaltó un dolor como – confesó luego – no había tenido hasta el momento. Lanzó un grito y salió de la habitación aferrándose – aunque parecía golpear de impotencia – de la pared y la puerta. No la escuché caer. Lo que sí escuché fue una respiración. Y entonces, me vino a la cabeza la idea. Mi voz es similar a la de mi padre (entonces no lo era únicamente cuando hablaba con él; no era por reverencia, no, era por desprecio: frente a su voz, me daba cuenta de que la mira era su reflejo y me asqueaba) Fui hasta la puerta de la habitación, observé con detenimiento y salí al pasillo imitando el andar con que mi padre busca enmascara el catálogo de debilidades que es.

Nos reunimos en su estudio. Yo, que tanto tiempo había esperado para tirarle todos los parlamentos que, sobre todo a lo largo de mi adolescencia, había ido elaborando, de pronto me vi en la necesidad de que no se pronunciara ni un solo sonido. En cuanto entramos, me dirigí a su silla, tras el escritorio imponente. Fue la forma más precisa que encontré para que entendiera todo. Me miró con el odio que se reserva para un extraño. Yo creo que pude componer un gesto sin sentimiento. Su semblante, entonces, cambió – o, acaso, yo no supe traducirlo en un primer momento -, y la aversión se fue transformando en abatimiento: de pronto se dio cuenta que había creído en la evolución de su maquinación, de que se había creído perpetrador de lo que, estimaba, era el desarrollo lógico de ésta.

 

Mi hermano tiene mucha imaginación. Como Amelia. Sólo que más elaborada. Más truculenta. Mi madre ciertamente está enferma. Cosas de la educación o de su carácter, le da vergüenza que se sepa. No se cayó por la escalera. Aunque sí se cayó en el jardín, una vez; y un par dentro de la casa. Florencio, el mayordomo, siempre se encargó de que no se dijera nada sobre el asunto.

Sí hubo una discusión entre mi padre y mi madre. Acaso, con un tono elevado – aunque no lo creo; uno termina por interiorizar los disfraces. Él quería internar a mi hermano – que ya había llegado a escribir un diario, o lo que eso fuera, en el que fingía se mi padre y repudiarlo como hijo; un delirio. Pero mi madre no. Esa tarde, mi padre le dijo que como mínimo, lo enviaran a la casa de campo con un enfermero. Y que allí lo visitaría un especialista. Mi madre, que aún no había dicho nada de sus padecimientos a mi padre, gritó haciendo pasar lo mejor que puedo el dolor por insatisfacción o enojo o lo que fuera, menos aquello que le subía por la pierna. Mi padre salió de la habitación sin comprender la reacción descompuesta de mi madre. Ella, se quedó dándole golpes a los almohadones sobre la cama.

Mi madre y mi hermano están, pues, internados en la casa de campo. Mi padre sigue trabajando, aunque ha delegado gran parte de su trabajo en sus allegados. ¿Emilio? Se jubiló. Amalia también. ¿Un poco idea? No, pobre. Un poco senil, en todo caso. Pero ella no contó ninguna extravagancia. Al menos, al principio. Inmediatamente de haber escuchado la discusión, vino a contarnos a mí y a mi hermana todo. Se había quedado impresionada con el grito – nosotras sabíamos el por qué, pero no se lo dijimos, claro. En eso estaba Amelia, cuando entró a la sala mi hermano. Preguntó de qué hablábamos, y antes de que pudiéramos intervenir mi hermana y yo, Amelia desembuchó. Con ese material, mi hermano elaboró su historia. En algún momento le debe haber referido los rudimentos de ésta a Amelia, y esta pobre, con su situación, la interiorizó. El resto es pura dinámica del rumor: lanzar un infundio que siempre termina por ser más seductor que la realidad, y dejar que persuada. Muy bien. Esta es la versión que va a publicar. Y me va a dar todos sus borradores y todas sus notas. Déjelas ahí, sobre el escritorio. Le agradezco enormemente su discernimiento y su colaboración. Y ahora, si me disculpa, tengo que hacer una llamada. Un gusto.

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.