La última oportunidad de Avellán

De Casa Robledo sale olor a muerto. Y a tristeza – pero este tufo siempre se ha derramado de ahí dentro. Hace tres días que la usina dejó de funcionar, y nadie reclama los muertos que el comisario Avellán dejó en la funeraria como quien deja un par de liebres en la carnicería para que se las desuellen. Esa tarde de hace ya cinco días dejó esos cuerpos que habían sido de dos hombres sin decir instrucción alguna, apenas un “te dejo unos clientes”. Pero no dijo qué pretendía que se hiciera con ellos; si quería que los enterrara sin dilaciones o que los guardara en la cámara frigorífica. Estaban sucios de sangre, tierra y violencia (y uno, también de orina ya seca). En la sala de entrada, sentada a un costado, como siempre por las tardes desde que se murió el marido, Eduviges, envuelta en la pena propia y en la que los deudos van dejando allí – negligentemente o muy a propósito – como si fuese un echarpe adornado con murmullos de incómodos silencios y calculaciones. La vieja ya no recuerda a quién duele. Robledo dice que se está velando a sí misma, cada día un poquito, para asegurarse de que al menos alguien la acompaña en el tedioso trámite de morir; “con esa soledad de quilla sin pecho al que separarle las aspiraciones y signarle un trayecto”, dice, y nadie sabe qué quiere decir, pero asienten. Robledo es muy de literaturas, comenta alguno por lo bajo; la vieja chochea y punto. Y como no hace mal a nadie, allí sentadita – si eso, hace bulto en los velorios de baja concurrencia; además de hacerle compañía a Robledo, que, si no, capaz que se le pasan los días sólo rodeado de muerte y su parafernalia -, pues nadie dice nada. Algo, por lo demás, muy del pueblo.

Aquella tarde, mientras veía la espalda envejecida de Avellán atravesar la puerta – y desaparecer casi inmediatamente, digerido por la deslumbrante luz blanquecina -, Robledo no dijo nada. Ni siquiera para sus adentros. Para qué. Si conocía bien al comisario. O creía conocer o intuir una versión que Avellán ya no hacía el esfuerzo de ocultar porque era ya el personaje que había compuesto o que había terminado por aceptar probablemente en su juventud, pensó alguna vez Robledo, mientras adecentaba un muerto. En todo caso, decidió que el comisario prefería que los conservara tal y como estaban. Conjeturó una estrategia por parte del comisario, la sospecha de que habría barruntado un beneficio para que el que, evidentemente, era preciso mantener esas dos desconocidas identidades finiquitadas lo más fieles a sí mismas que fuese posible. Y mientras cavilaba estas cuestiones, Robledo buscó en los bolsillos de las chaquetas y pantalones, pero no encontró nada. Avellán, razonó Robledo, ya había hurgado y, quizás, encontrado. De ahí aquella maniobra que entreveía, en la que el comisario esperaría a que el asunto se desenvolviese por sí mismo; él ya intervendría oportunamente. Robledo creyó adivinar en esta actitud la de la fe en una última oportunidad. O, cuanto menos, su remedo.

El olor a muerto llega al bodegón de Iturralde. Y se queja de que le espanta la clientela. Lo que se la espanta es que no puede enfriar las cervezas ni mantener el resto de las bebidas más o menos frescas; no hay quien se beba esos licores casi a punto de hervir, le responde alguien – una de esas voces que parecen pertenecer al ambiente, a la idiosincrasia, que le crece al aire y a la arquitectura basta, pragmática… No sea exagerado, hombre, están un poco más templados de lo habitual, retruca el viejo Iturralde. Si usted supiera lo que he llegado a beber en la guerra, sigue el viejo, entornando la mirada y fijándola en el almanaque que tenía los días contados, como si fuese capaz de ver la lejanía en que ocurrieron aquellos recuerdos. No vale sacar a colación la bendita guerra como eximente, o lo que sea – protesta alguno -, de todo. No es método de excusa, como usted dice, joven – para el viejo son todos jóvenes salvo dos o tres -, es memoria, y viene cuando se le da la gana a ella o cuando me da la gana a mí traerla a colación, que para eso uno se hace viejo y que para eso fui obligado a una guerra. Así que, si no le gusta la cantinela, ahí tiene la puerta; está siempre abierta, tanto para entrar como para salir. No se ponga así, don Iturralde, no quería ofender; es este calor y este pescuezo seco que hablan torcido por uno. Vale, vale, pero aprenda a callar a uno y a otro.

Arístides Garmendia, el dueño del almacén de ramos generales, entró en ese momento. O acaso unos segundos antes. Lo mismo da. Entró al bodegón y preguntó: ¿Alguien sabe algo de los fiambres que dejó el comisario en lo de Robledo? Las respuestas de la concurrencia menguada se efectuaron con hombros y labios inferiores: elementos y gestos clásicos del desconocimiento o de pretender no tener la menor idea. Se huelen hasta acá, dijo Garmendia. Esta usina de mierda…, dijo alguien. No hay nadie en este pueblo que no haya dicho alguna vez que hay que hacerle una refacción en condiciones, de las que precisan un técnico de esos de la ciudad; pero nadie, yo incluido, ha movido, Garmendia. La última vez que alguien movió un dedo en algún sentido – comentó uno al que le decían Poncho – fue para entregarlo como prenda por una deuda de juego. Me acuerdo, dijo otro al que le decían Suspiros; también lo tuvo Robledo un tiempito, a la espera de que su propietario pagara lo que debía. ¿No era que no sabía nada de los fiambres en lo de Robledo?, inquirió Garmendia. Y no sé nada. Usted dijo algo emparentado con eso: que Robledo también, le repito, también, tuvo un tiempito el dedo. ¿Y?, apenas dijo Suspiros. Cómo que “y”; que ha dado a entender que Robledo realiza un cierto servicio paralelo al de la funeraria. Usted entiende más de lo que hay; Robledo ha guardado de todo en esas cámaras frigoríficas suyas, hasta alguna tarta de casamiento. Garmendia no insistió; para qué, si sabía con quiénes trataba.

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Sabía lo que era esa sensación que se le metía en el cuerpo; apenas perceptible, como una incomodidad, una inadecuación: el preludio de una nostalgia que no cuajará del todo y que se quedará apenas en una tristeza huérfana; es decir, en una autocompasión ordinaria que acaso a la tardecita justificaría una borrachera silenciosa. Alcanzaba a distinguir las humanidades repetidas en lo de Iturralde desde la ventana del primer piso de la comisaría. Ajenos a todo. Qué no daría por estar allí sin esa inquietud – por llamar de alguna manera a algo que en realidad conocía muy bien. Los veía allí, dentro del mundo; y él, ya tan desterrado… Y, aun así, no estaba seguro de haberse arrepentido. Bastaba con ir a lo de Robledo y decirle que sepultara los cuerpos cuanto antes; sin ceremonia, sin marca. Pero estaban las palabras de Obradovic, los números que había mencionado. Estaban allí inútilmente, porque a esta altura, con lo que llevaba descompuesta la usina, ya se habría echado a perder ese beneficio ofrecido. A pesar de ello, seguía creyendo en ese proyecto fácil para largarse de allí de una buena vez. Él también tenía derecho, se decía, a su porción de revancha, de materializar una de esas promesas que uno se hace y posterga hasta que parecen inexorablemente irrealizables. Estaban muertos ya, se decía como si recitara una oración en la que había dejado de creer pero que lo ayudaba a mentirse consuelos. Tenía que llamar a Obradovic, a qué iba a venir al pueblo. Ya le avisaría más adelante, cuando tuviese… Muertos. Que estuviesen ya muertos. Que él, acaso, hubiese agilizado el trámite entre un estado y otro de uno de ellos – igual, se decía, que un cambio en el estado civil, después de todo – casi no llegaba a computar como hecho. Estaban muertos. Embrutecidos de grapa y esas furias sin prestigio que los terminan entreverando en sus fatuas valentías de facón y agonía.

Pero ahora los cadáveres se descomponen inexorablemente, de la misma manera en que lo hacían todas las esperanzas o conatos de oportunidad que ha habido en el pueblo.

Cogió el teléfono y llamó a Obradovic: no venga; se echaron a perder; la usina; lo llamo en cuanto tenga otros; sí, jóvenes, no se preocupe, siempre son jóvenes aquí, pocos llegamos a esta edad sin lustre; le aviso, sí. Ahora no tenía excusa; había que enterrar esa desilusión, esa nueva postergación. Nunca me voy a ir de aquí, se dijo mientras se ponía de pie, construyendo esa lástima increíble con que se embriagaba más cabalmente que con las porquerías que servía Iturralde.

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Robles no dijo nada, como siempre; pero le pareció extraño. Sobre todo, porque había imaginado una trama que precisaba de esos cadáveres al alcance, en una disposición, exhumada, por decirlo de alguna manera: eran una prueba o una suerte de seguro. Estaba convencido. Lo había discutido con Garmendia, que se había dado una vuelta para indagar y comparar sospechas. Este también era de la idea de que en aquel asunto había una trampa. El tamaño de la misma estaba por verse. ¿Le parece normal que Avellán se pase todo el día recluido en la comisaría?, dijo a modo de prueba, más que de interrogación, Garmendia. Un día, vaya y pase, pero los últimos tres…, añadió Robles. Era costumbre en el pueblo aquella de no afirmar o negar, sino de dejar que las frases se fueran amontonando hasta conformar un acuerdo o disenso del que cada cual siempre podía desentenderse.

Habían repasado las inquietudes intentando elaborarle explicaciones más o menos plausibles – es decir, desprendiéndose de la inclinación a la fabulación que ambos se conocían. Ninguno de los razonamientos los había dejado siquiera cerca de algo que se pareciera a un motivo, a una escena aproximada de aquello en lo que andaba metido el comisario. Son dos nadies, había informado Robledo. Mírelos si quiere. Garmendia había echado un vistazo – no tanto por verificar nada, sino por, eventualmente, poder decir que había visto los fiambres, cuando llegase la hora de la tertulia abierta sobre el asunto. Dos peones, aseveró Garmendia cuando salió de la cámara tapándose la nariz. Como tantos, comentó inútilmente Robledo, queriendo enfatizar, precisamente, que no eran nadie. Porque esto, creía, era de suma relevancia.

Pero, ahora, mientras cavaba junto al comisario cerca de la usina, cayó en la cuenta de que el carácter humilde, anónimo, desmentía o, cuanto menos menoscababa notoriamente la teoría de la utilización de los muertos como medio de chantaje o vaya a saber qué cosa. Si un capataz mataba un par de peones, a quien carajo le importaba. De hecho, no era algo que se intentara ocultar; se dejaba correr la voz para advertirle que en tal o cual estancia no se andaba jorobando. Entonces, ¿en qué coño andaba el comisario? ¿Qué tienen estos cadáveres en particular? Nada, se respondió. Los tajos diestros, conocidísimos. Un tiro tajante. Estuvo por preguntarle al comisario. Pero se detuvo a tiempo: no le iba a contestar y, probablemente, elaborara un recelo contra él. Pero. Estaban allí en medio de la nada y de la noche y de ese silencio de paladas contra la tierra arenosa, los muertos al costado. ¿Cuál es la historia de estos dos?, inquirió finalmente.

Robledo, no me dirá que quiere una de esas conversaciones como de muselina y sala en penumbra a las tres de la tarde de un domingo de invierno, ¿no?, respondió el Avellán.

Quizás una versión sin felpa y bodegón al atardecer, insistió Robledo.

Qué ganas de joder la marrana. Son dos muertos, Robledo. Dos muertos y una apuesta que no salió, como hay tantas que se hacen con la vida y la muerte. Ahora deje de tocarme los cojones y apuremos el trámite; luego le invito a un trago.

Por un momento, mientras los dos, apoyados en las palas evitaban la mirada del otro – resguardándose en una atenta desatención ofrecida como una indulgencia – y rebañaban el aire cálido que la noche no alcanzaría ni a templar, Avellán sopesó la posibilidad de ofrecerle a Robledo los indicios necesarios para que arribara al concepto pertinente. Después de todo, tanto trato con la muerte, conjeturó, tendría que haberlo predispuesto para las posibilidades que esta abría. ¿Acaso no se aprovechaba a su manera del trance inevitable de expiración? Incluso alcanzó a fantasear con la idea de una colaboración – acaso, más como un método para repartir desasosiegos. Pero en cuanto se sacudió un poco el cansancio, la peregrina idea también se desprendió. Lo mucho de nada que se puede encajar en un instante tan breve. Qué ideas eran esas, coño, se interpeló con ese desprecio que cada cual elabora contra sí mismo.  Lo suyo era un envilecimiento, un recurso puntual para poder irse de allí a inventarse la última mentira, la postrera vida en otra parte donde aún fuera posible creerse la cantinela del azar y sus posibilidades.

Empujaron los cadáveres al foso, que hicieron un ruido apagado que casi pudieron ver, como si se tratara de un tercer cuerpo. Se apuraron a tapar ese espanto que tenía toda la pinta del comienzo de una culpa larga, un escrúpulo insomne o alguna de esas supersticiones con las que la ética atormenta a sus herejes y sus inefables conciencias.

Cuando regresaban hacia el pueblo, una línea de claridad se trazaba como una infidelidad muy evidente contra la oscuridad y sus elaboraciones anímicas. Robledo meditó que el destino o lo que fuera, incapaz o sin voluntad de ejercer la saña, siempre terminaba por arrojar leves limosnas a los desesperados y necios. Iban sin decir, que muchas veces es como decir que iban diciendo más de lo que querían: en más de una oportunidad, el silencio está hecho de trozos de asentimiento, sobreentendidos y abdicaciones.

Se despidieron en silencio frente al local de Robledo. Marcharon con la esperanza cándida y fascinante de quienes súbitamente creen o quieren creer que las palabras pueden determinar las fronteras entre los seres que las pronuncian; al punto, incluso, de precisar presencias. La figura del comisario se perdió en el montón indiferenciado de partículas a las que la luz enardecida del amanecer hacía existir brevemente.

**

Ya no viene ese olor, Iturralde, y la bebida está tan fulera como ayer, dijo una de las voces de siempre.  Como siempre, agregó otro. Antes de que el viejo contestara la impertinente verdad, Garmendia preguntó: ¿Y por qué no viene el tufo aquel? Déjelo estar, hombre, respondió Iturralde; no viene porque no viene, y es de agradecer. Lo que sería de agradecer es un cambio similar en estos caldos que nos da, comentó algún otro de los de siempre. Si no le gusta… Y casi todo como siempre, como si los hechos mínimos que pudieran ejercer una alteración nunca llegaran a coagular suficientemente.

© Marcelo Wio

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