La gran idea de Cardenio

Publicado originalmente en Ni más ni menos

 

Las grandes ideas, proponía Platón, suelen surgir de momentos mínimos, de indicios exiguos que desatascan una vía de razonamiento que, teniendo todos los elementos necesarios, por entrar en una resonancia monomaníaca o por lo que sea, no podía progresar en ver lo que ante los ojos ya se le insinuaba como cierto y acabado.

De donde nacen las grandes ideas, advertía el filósofo, también suelen nacer otras que, fingiéndose tales, conducen por caminos muy distintos de aquéllas. Suelen darse éstas, en sujetos que no disponen de los ingredientes de la razón necesarios para desempeñarse correctamente en el área que ejercen.

Este último, era el caso de Cardenio Pliego Mancebo. Cardenio había deambulado por la vida como director técnico de fútbol – de la misma manera y con la misma suerte, en que podría haberlo hecho como fumigador de sembradíos. Había dirigido en la mayor parte de los pequeños equipos de la estepa patagónica, disimulando su ineficencia a base de kilómetros, areniscas y falta de comunicación entre las varias ligas que entonces había por allí. Llegaba portando un currículum mentido que hablaba de experiencias europeas y porteñas.

Así anduvo años, de un lado a otro, durando en un equipo lo que tardaban en desengañar los resultados a directivos y público, y sus métdos – o, más bien, la falta de éstos – a los jugadores. Viajaba en un DeSoto S8 de color marrón, bastante castigado, al que llamaba Palinuro.

Fue en esos interminables viajes entre la última decepción y la siguiente oportunidad, que, surcando esas inmensidad de nadas, se le ocurrió el método. Su método. Una ganzúa para entrarle a la posteridad del fútbol por donde menos se lo imaginara.

Comenzaron a andar y aparearse sus razones o lo que fuera que habitaba en el intelecto de Cardenio. Así pues, como se refería, esos elementos del raciocinio fueron coagulándose en una idea: el fútbol era una cuestión de espacios, de saber usufructuarlos, de administrarlos.

El fútbol es como el Go, se dijo en un arranque de lo que tomó por genialidad, mientras orinaba al costado de la ruta, protegido del viento por el Palinuro, y dibujaba, con el chorro tembleque, una “c” sobre la arenisca. El fútbol es territorio: posesíón y defensa del terreno, de zonas, regiones. Pero, conjeturó, si uno entrena en estas canchas mínimas en las que se dirime el partido, jamás podrá llegar, ya no sólo a aprehender la noción territorial del juego, sino que no podrá adqurir las condiciones físicas y técnicas que se requieren para jugar al fútbol como hay que jugarlo.

En su camino – hubo de adentrase hacia la región pampeana, pues no quedaban clubes que hubiesen prescindido de sus servicios – cruzó un pueblo al que le habían puesto el nombre del equipo de fútbol que fundaron sus primeros pobladores. De hecho, dicen sus vecinos, el pueblo vino después: unos viajantes se cruzaron con otros en la ruta y se desafiaron (o ya venían desafiándose desde hacía años) y jugaron allí un partido y vaya a saber cómo, o por qué (la versión más extendida dice que luego del partido descubieron acuerdos y fraternidades y esas cosas que seguramente llegaron por mediación de algún brebaje) fundaron el Atlético Coincidencia.

A medio kilómetro del pueblo, un cartel que desafiaba el ridículo, anunciando: Coincidencia.

Hacía años que el equipo no tenía entrenador. Así que a todos les pareció razonable lo que pedía Cardenio (incluso, visto el currículum que traía, lo juzgaron un pingüe acuerdo) – que se había acostumbrado a requerir un cuarto y dos comidas al día -. Sólo tenía una exigencia (nueva) que no admitía discusión: precisaba utilizar una gran superficie de algún campo razonablemente plano. Quería trazar un terreno de juego unas dos veces mayor que el reglamentario para entrenar física, técnica y tácticamente a los jugadores en la utilización y ocupación del espacio y el balón.

Al tiempo comprendió que para que los jugadores tuvieran una visión más acabada de su idea, había que ampliar el terreno. Trazaron las líneas de cal que delimitaron un campo de juego unas cinco veces mayor que el reglamentario.

Los jugadores deabulaban en soledades incomprendidas; casi sin cruzarse con ningún compañero. El balón, reducido a un elemento inútil, impotente, la mayor parte de las veces quedaba perdido y olvidado a un costado del campo. Quien cree haber tenido una idea brillante, y cuando ésta tiene todos los vidos de ser última carta que le antepone al destino, es difícil de desterrar; casi imposible dejarse caer del lecho que ésta ofrece.

Así, ante las refutaciones de la realidad , Cardenio sólo veía como solución una huída hacia adelante: aumentar la extensión, aumentar la idea. Cada vez fue trazando líneas que contenían un territorio mayor, desmesurado. Hasta el momento en que fue incapaz de regresar al pueblo – norte y sur eran conceptos ridículos en esa inmensidad monótona.

Hacía días que no veía a ninguno de los jugadores (no lo sabía, Cardenio, pero hacía días que ninguno de los jugadores tampoco veía a ningún otro miembro del equipo: absurdos, ora caminaban, ora se sentaban sobre el pasto rudo, dormitaban, ensayaban algún trote, desesperados, ya no por regresar al pueblo, sino por controlar terreno).

Tuvo Cardenio la tentación de pensar que había fracasado antes de quedar dormido. Pero no cayó en ella. Antes bien, alcanzó a vislumbrar (más sueño que reflexión), que en realidad no había encontrado un método, meramente, sino el juego absoluto, que se juega toda la vida con uno mismo.

© Marcelo Wio

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