Mujer que los hombres escribieron

A lo largo de la historia de la humanidad, el hombre (no como generalidad, sino como varón) ha suscrito a la idea de que el mal tiene rostro de mujer – o, cuanto menos, está asociado de alguna manera con el menguado sentido común que se les ha presupuesto.

La mujer, así, ha sido la personificación de cuanto pecado pueda imaginarse, la explicación de los males que aquejaban a los humanos. Su misma presencia era el motivo de esas calamidades, de lo inexplcable de signo negativo, de los medios inconfesables, de las garrafales metidas de pata, del desconocimiento rampante. Todo entraba en esas pequeñas jorobas lactales de las mujeres.

Muy de papel secundario – aunque formidablemente necesario, relevante – esas “criaturas de pelo largo”, al decir del Adán de Mark Twain. Tanto, que según se dice, vino a ser a partir de una costilla que andaba afeándole la cintura al pobre de Adán.

Desde Lilith (“más allá de esta tradición hebrea, el origen del mito de Lilith parece contar con raíces sumerias o acadias”, era un súcubo que “usaba la seducción y el erotismo como armas” – César Cervera, ABC), Lamashtu (demonio femenino de los pueblos mesopotamios) Lamia –(seductora y amedrentadora de niños), hasta Pandora – envío del vengativo Zeus a los hombres: “Pandora, cuya belleza escondía falsedad y deshonra, y de cuya vasija, una vez abierta, se derramaron las mayores miserias” – El mito de Pandora en Calderón), la figura de la mujer, rebajada y, a la vez, elevada a una potencia irresistible (aunque mediante el usufructo de artes más físicas que intelectuales), ha sido la explicación (externa, ajena; de todo contratiempo) que salvaguardaba dignidades, orgullos y estimas masculinas de enfrentarse con la realidad.

 

Pandora
Pandora, John William Waterhouse

 

lilithRossetti
Lady Lilith, Dante Gabriel Rossetti

 

lilith collier
Lilith, John Collier

 

Lamia, Herbert James Draper

 

Mas, en el fondo – y ni siquiera; en la superfie, como una persistente mancha de aceite en el agua – la inquietud, la curiosidad, la aceptación de sí (de sus cuerpos, sus impulsos, sus gozos, sus sombras), coloca a esas mismas mujeres unos cuantos escalones por encima de los hombres – casi convertidos en una caricatura de la prudencia y la zoncera empecinada -, porque, en definitiva, son aquellos los elementos de una inteligencia profunda y pragmática. Pero, quien escribe el guión de sus coartadas, también lo interpreta a su gusto; y así, el hombre mínimo resultaba ser de lo más sagaz en sus textos trascendentales y en las cosmogonías de turno.

De esta güisa, la mujer ha servido para los fines de conjurar errores, miedos y vergüenzas; para ocultar y justificar concupiscencias y distraciones masculinas (porque la sexualidad femenina, en ese modelo, es destructiva); y para procrear una cultura que la usufructuraba como a un mal necesario.

 

© Marcelo Wio

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