Caligrafías de sobrevivencia

1.

Amparándose en el traqueteo del tren, pensaba en que habían terminado por condecorarlo con aquel balazo sin estrépito – comido el sonido por la inmensidad y la inutilidad de todo lo que un hombre pudiera acometer allí – y la oración interrumpida por el viento y la arenisca.

En algún lugar de esa inmensidad sin coordenadas quedaron un montón de piedras y una cruz que no soportó ni la primera ráfaga más o menos ladina de aire a sopapos que circula a perpetuidad por esos abandonos. Aún antes de que el batallón siguiera ofrendándole terreno al enemigo, su recuerdo ya estaba ulcerado en esa mezcla de nombres y muertes y días que era ese fantasmagórico rejunte de derrotas y huidas.

Ahora, custodiando el avance lento del tren, una sombra de nubes bajas. Achaparradas. Como la contemporización de una nación avergonzada y enchastrada de derrotas: óbices en la redacción de orgullos históricos.

Se esconde la luz entre el tumulto de la oscuridad: se desarma en haces espectros de pasados, en fotones de silencios aullados.

Ni un festejo de supervivencia en el vagón repleto de olores salados y espesos. Apenas un alivio repleto de fatiga y barro y memoria hinchándose de insomnios tajantes. Los fusiles tan ineptos como los arrepentimientos que van cuajándose en esas duermevelas zarandeadas, y como las ofensivas que habían movido la frontera sobre la llanura estéril como si en ello hubiera un sentido, una ventaja, un honor. Matando y muriendo, hombrecitos vestidos de soldados, sobre la yerma arenisca de nadie.

 

La cadencia del tren. El cansancio. La corrosión inacabada de las ideas.

Elementos de algo que comenzaba a formarse: una impostura o una oportunidad o un homenaje; mientras la noche sucia y árida, a la deriva, infiltraba el vagón, única apariencia de vitalidad en esa vastedad sin nada.

 

2.

Se adentra el trazo en el trazo de los pensamientos: andar de meditaciones. Y los elementos comienzan a configurar un relato: ni verdad ni mentira ni verosimilitud.

 

3.

Mi historia comienza en un páramo, en un lugar que no es éste pero que es idéntico: todo es una rotunda y trivial simetría. Un tiro que fue un perdón detonado contra unos yuyos. Un nombre que nunca conocí. Un rostro que nunca vi: solo una espalda sumándose a otros cuerpos lentos de hastío de tanta guerra y tanta conciencia inflamada de cadáveres todos tan igualados: confundidos con los vivos en una probabilidad de muerte y hambre y frío y llanto: tumulto de lo que queda después de la humanidad: o entre ésta y la desesperación. Cuajada la muerte en la costumbre a matar y ver morir y creer morir y querer morir y que todo de lo mismo: como si ello fuese un proceso vital y autónomo, como las respiración.

 

4.

Se miró las manos, con esas manchas marrones como desprendimientos de vigor, de tiempo.

Se las miró como buscando una indulgencia o un permiso. Porque inmediatamente comenzó a relatar. Sentado a una mesa, en un bar; al lado del ventanal que da a una calle que tiene lluvia y día de semana.

Frente a él, un niño que sorbe un chocolate caliente y observa sin gesto, como si aún el tiempo no lo hubiese rellenado.

Mucho después – dice el hombre de las manos manchadas; que se llama Avelino Baigorria – intenté encontrar al soldado aquel. El que disparó para salvarme. Contra los hierbajos. Pero habían habido muchos fusilamientos y mucha llanura. Y la verdad que, a esa altura, cuando comencé a buscarlo sin quererlo realmente, ya no sabía si debía agradecerle o no, porque todo andaba torcido y menguado. Así que me di por vencido. Como haría tantas veces más: es una solución rotunda – y tan conveniente: el destino, el azar, lo que sea que no es uno, es el responsable.

Hizo una mueca que parecía ser un dispositivo para recoger sus facciones y dejar una neutralidad imperturbable e impermeable: como repliegue de personalidad.

 

5.

Había tenido una voluntad pequeña, interrumpida por sus muchas limitaciones. Un nombre que era el de muchos, y que no se dejaba ser muy suyo. Había habido una mujer y un cariño acotado por los pudores, las pobrezas y esa guerra que ya nadie sabía muy bien por qué ni contra quién. Había habido un lugar al que llamó hogar, pero que luego de unos meses de errancia y violencia terminó por confundir por un complejo o una mentira poco elaborada.

Ernesto Valverde. Tantas veces había usado esas dos palabras para presentar su figura y las palabras que esta contenía. Ernesto Valverde para resumir una serie de idiosincrasias que unos le suponían, él deseaba, y la mayoría no tenía ni la menor idea ni quería tenerla. Un nombre como cualquier otro. Ernesto Valverde, de San Fulgencio. Un nombre y un lugar. Un nombre y otro nombre. Había sido un nombre y otro nombre: identidades que no eran del todo particulares pero que habían sido para distinguir su existencia. Lo verdaderamente propio nunca había sido nombrado, designado: un vapor inodoro incoloro incombustible indefinible. Era eso que había sentido a veces, en la nuca, como un pellizco suave, sin cólera, que era en realidad el principio de una ramificación que parecía tirar de sus extremidades, como una cosquilla hecha de cuerdas tensándose concéntricamente: temblor que parecía en realidad llevar su cuerpo hacia el pellizco: convocarlo en un punto: esencia: centro sin centro: fuga hacia un adentro interminable. Y de pronto, ya había pasado y Ernesto Valverde regresaba a sus nombres.

Ese temblor lo asaltó justo antes de recibir un balazo que era para el cabo Avelino Baigorria – y que este creyó ofrendado a los yuyales enhiestos que los rodeaban como la derrota misma: lo dejó congelado un segundo de más, descomponiendo los planes del destino (al que, por otra parte, lo mismo le daba un Valverde que un Baigorria: es la suya una cuestión de números, de estadísticas, no de nombres y miserias y pellizcos repentinos). Quizás esa cualidad única leyó la trayectoria y la oportunidad y la circunstancia y un futuro breve – brevísimo; de apenas unos minutos o unas lenguas o una emboscada – , y le ofrendó una muerte consigo mismo: desasido de las generalidades que uno termina por ser.

O, acaso, esa sea la forma en que llegamos y nos vamos: andanada interna de existencia, de mónadas en concilio: una marea que aprieta las terminaciones de cada fibra nerviosa: un recuerdo de lo que seremos, lo que hemos sido: cableado incompresible que escondemos detrás de nombres y nombres y más nombres: para todo. Definir hacia afuera, expansivamente.

Los soldados quedaron rígidos, los rifles aún en posición de matar, apenas un instante. La voz de uno de ellos llamó a retirarse de allí y, mientras así hacían, otra dijo que al sargento Valverde lo había matado el enemigo. Y otra voz inquirió que de quién había sido el tiro chueco que lo había bajado como a un muñeco. Yotra voz, que de nadie, que había sido el enemigo. Que había que creerlo para que fuese cierto. Y qué hacemos con aquél, dijo una voz, refiriéndose a Baigorria. Y otra, nada, igualmente se lo va a comer el viento.

Lo mismo daba uno que otro, propio que ajeno. Los muertos, muertos quedaba; los vivos, condenados, como ánimas: inmisericordes trozos de una memoria atroz que nadie quiere recordar.

 

6.

Estaba seguro de una cierta clase de pureza moral y nobleza. De la misma manera en que estaba seguro que él no poseía ninguna de las dos: apenas rebozado de valores y escrúpulos.

Una seguridad de lo más nociva cuando no se tiene la convicción de persistir en las pequeñas miserias y, sobre todo, en el engaño de un nombre que no es propio: un descarado fraude en el que nadie es estafado: todos participan: la mujer que estaba casada a ese nombre; sus padres, sus amistades: como si no importara el cuerpo que interpretara el nombre: sólo la promesa de continuidad, de descendencia, de habitar una época, una porción de lugar.

Eduardo Ortiz de la Pereda.

Había regresado sobre el cadáver del coronel. Se había tenido que arrastrar más de doscientos metros, aún como Alfonso García, para evitar terminar como De la Pereda.

No regresó junto a su batallón. Se dirigió hacia el poblado donde estaba el mando, donde se estaba planeando la desbandada sin método. Se sumó a los oficiales: allí nadie tenía el ánimo para desenmascarar identidades ni bajezas; cada cual cargaba con las propias.

Coronel Eduardo Ortiz de la Pereda.

Cuando se presentó en la casa se dio cuenta de que no sabía qué esperar de aquello: que las inercias de supervivencia ya no tenían jurisdicción. Pero el embuste era tan evidente, que, acaso, de alguna manera. Y así fue: a veces las necesidades se sirven unas de otras.

 

7.

Por la noche aún escucha la muerte obrando el silencio sin sosiego. Las ratas cínicas y descaradas como funcionarios cobrando el arancel del tifus: masticando los residuos de la vida, los trozos que aún intentan una vinculación con la duración. Por la noche ese miedo que elabora la mansedumbre del cansancio y la quietud fraudulenta: casi prefiere uno la refriega, las detonaciones, la descomposición de los rostros y los ánimos: todo sucede, no se está jugando ese equilibrio con el cese, la extinción de las causas.

A veces se acuesta en el suelo, sobre la alfombrilla que tiene a su lado de la cama: la espalda apenas debajo de la cama. Acurrucado. Costumbres que se quedan, le dice a la mujer, cuando lo despierta, por la mañana. A veces necesito recostarme algo duro para poder dormir. La espalda. Hábitos, más que nada.

Ella no le dice que lo escucha. Que su voz aprovecha su sueño arañado para contarle pedazos de terror, de guerra. Hilachas de explicación de este carácter que no era suyo.

 

8.

Cae ceniza sin origen, empujada
por el aplauso vacío que queda luego
de la obediencia al itinerario
de las trincheras y las retiradas

 

9.

Escondidas, las sepulturas de las muertes rotas vertidas. Escondidas y pocas: la mayoría de ellas quedó tendida en la inhóspita intemperie; erosionando la arenisca gruesa, las carnes y la memoria y los nombres colgados del resto de gesto que se permitieron ante lo indefectible: tantos, allí, muriendo sobre la muerte blancuzca, inocua, perenne, anónima, mezclada.

 

10.

Por las noches, amparado por la oscuridad, repetía sus nombres. Había olvidado los rostros, primero; luego, sus voces; finalmente, sus palabras. Como una oración. Una salmodia. A veces, incluso lo hacía por la tarde, encerrado en galpón, sentado sobre un saco de avena, fumando: desesperado por recordarlos, por retenerlos. Nombres que eran como cualquier otros. Pero éstos pertenecían a aquel lugar, a aquel momento, miedo. Tenía que repetirlos. Siempre en el mismo orden. Diecisiete nombres. Uno tras otros. Como si cada nombre fuera un instrumento especializado para asirse de ese filamento que lo sujetaba a la vitalidad.

Esa noche. Como todas. Transitando el orden de los nombres. Los fue mencionando, en voz baja, para que su mujer no oyera su horrorizada angustia. Al llegar al final, como cada vez, los contó: dieciséis. Volvió a enumerarlos. Uno a uno. Lentamente pronunciándolos. Dieciséis. No podía encontrar el nombre huido. Se había comenzado a diluir el último trozo de memoria, de asidero: qué quedará de sí, si el vínculo estrecho e irremediable con aquellos eventos, de aquel lugar ese instante detenido que está esperando que se olvide del último nombre para dejar de ser, para poder convertirse en tiempo que progresa, que engendra otras circunstancias, otros instantes, otros nombres.

 

11.

Marchó a la guerra obligado por su recientemente adquirida edad (17 años) y su sexo (masculino). Lo metieron en un uniforme que le quedaba largo de mangas y corto de pernera, y unas botas de cuero endurecido. Le dieron un fusil y municiones y le asignaron un batallón. Él decidió no morir en esa guerra. Ni matar. Que para él, venía siendo lo mismo.

Dijeron que fue el único sobreviviente: afán de metáfora, de simplificación o lo que fuese.

Deambula, ahora, por el mundo, buscando inútilmente a alguno de aquellos que cree haber conocido. El fusil está enterrado en alguna parte (una arqueología para explicar una errata o una fábula). Entre disparos que aún retumban en el aire como un trueno que persiste por una incoherencia atmosférica. Entre esos quedó retenido. Se llama (o se llamaba, puesto que no hay nadie sobre la tierra baldía que constate que está vivo) Carolino Suances y Avelino Baigorria y Eduardo Ortiz de la Pereda y Alfonso García y Ernesto Valverde y.

 

12.

Sostuvo el aliento con el aliento de la pungente mirada de injuries y rencores: esas piernas suyas tan ajenas: agredidas, desposeídas por esquirlas persistentes como esas cicatrices como caries: arrebatadas y permanecidas en un andar que no acaba de despegarse de las huellas embarradas que perseveran contemporaneidad: aguijoneo metálico e inmaterial lastimando el ánimo de sus horas.

La usura de la sobrevivencia que no se decanta: no es memoria, es presente obstinado, sin razón ni significado: puro dolor llagando las posibilidades, vedando futuro: tiempo sin forma.

Es la resistida e involuntaria masticación del temor inmutable: de los nombres que no responden.

Negación que no admite la rectificación: uno es el error en el emplazamiento de biografías en las que envejece quedado en aquella juventud avejentada más allá de las edades, en el vértigo de la muerte sin sepulcro: usurpando tiempo que no estaba previsto, sin poder agregarle nada a esa duración quieta como el grito de parto de las santas: en el de temblor y ruptura.

Siempre allí. Aquí. Sin poder partir. Llegar. En aquel lugar, en aquella continuidad que es todas partes, definitivamente.

 

 

© Marcelo Wio

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