Anécdota de creación

Estaba Dios elaborando el mundo y vio que algo no marchaba bien; en todas sus simulaciones previas al acto de la creación, el hombre resultaba ser inmortal.

Buscó entonces entre sus planos, anotaciones y legislaciones varias hasta dar con la sección sobre el hombre. Y, efectivamente, entre las restricciones más notorias que alguna vez había dispuesto, figuraba la mortalidad.

Volvió entonces a meditar el todo y enseguida el error volvió a manifestarse – tan claro como ciertas mañanas de verano que tenía pensadas para ciertos rincones del Mediterráneo: blancas como la nieve, claras como un nacimiento, tibias como un amante saciado. Otra vez el hombre aparecía en su creación como un elemento inmortal.

Regresó, pues, dios, a sus esquemas para comprobar otra vez que en la versión final de la definición de hombre que había decretado había una rotunda mortalidad. Inequívoca. Inevitable. Sin cláusulas excepcionales. Por lo tanto, retornó la deidad otra vez a realizar una simulación de creación, para encontrarse con que el hombre era inmortal (es decir, para encontrarse con la refutación de sus planes; o parte de ellos –  que, después de todo, el hombre era un componente de tantos).

Así anduvo el altísimo unas cuantas eternidades entre sus croquis y la hechura tentativa de su industria, buscando el fallo que debía hallarse en un punto intermedio. Hasta que dio con él. A fin de cuentas, por menor que fuera dicho Dios, no dejaba de ser una divinidad – con todo lo que ello implica -, de manera que no podían andar esquivándolo mucho tiempo las contradicciones o trampas (después de todo, éstas también habían sido creadas por él – aunque claramente, de manera inconsciente: “las negligencias de Dios son los aciertos de la superstición”, como dijo la mística Zara Baçü).

Por casualidad, buscando por enésima vez en el archivo sobre el hombre, dio con un documento que, entre tantas idas y vueltas, se le había traspapelado: el inciso Poesía, que estaba mezclado con otros tantos apuntes en la carpeta “Misceláneas, ideas y notas de color”. Advirtió que, de alguna manera que no acabó de comprender, el hombre, escribiendo, recitando, interpretando, comprendiendo, perdiéndose – un poco a la manera de un dios; o como un impostor muy competente – o refugiándose en la metáfora (una grieta que a saber cómo le había crecido a su proyecto), se inventaba una eternidad sin cuerpo ni identidad. Maldijo a la poesía, esa “infame concesión”, esa “macana mayúscula”. Determinó que eliminaría esa flaqueza de su proyecto.

Pero luego razonó que aquello – esto es, la poesía – no era más que una desesperación humana absurda o, en el peor de los casos, un símbolo, un concepto, una abstracción, una nada sostenida por medio de los elementos que no poseía. Y pensó que podía transigir con ello. Que debía – de no hacerlo, entrevió que inevitablemente el hombre se terminaría dando así mismo instrumentos más atroces para representar lo ansiado y lo temido, es decir, la vergüenza más íntima. Entonces, por fin creó aquello a lo que tantas vueltas le había dado.

© Marcelo Wio

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