Y llegó Godot

 

La luz roja entraba y salía de la habitación como una marea vulgar, contaminada. El hombre del ojo de vidrio fumaba sin ganas, sentado en el sofá marrón desteñido. La mujer miraba por la ventana abierta, desde atrás del telón de cataratas amarillentas, el calor espeso de la calle: transpiraciones nocturnas buscando un indicio de aire o redención o rendición o una excusa para resbalarse. Debía haber llegado hacía más de una hora. Aunque poco importaba esa exacta impuntualidad. Aquellos encuentros no precisaban precisión. Bastaba con que se esperara su concreción en ese amparo dudoso que ofrecía la noche en el primer piso de aquel edificio en un barrio exento de atenciones y ciertas normas.

El hombre del ojo de cristal, que debía estar muerto pero que creía que aún le quedaba algo por ver o escuchar, dijo algo sin palabras, apenas unos sonidos aspirados. La mujer que una vez había estado embalsamada y que había sido adorada muy lejos de allí, respondió que ya llegaría. Y todo sucedía de la misma manera todo el tiempo, como si estuviese atrapado en el inexorable acontecer reincidente. Como si se hubiesen agotado las permutaciones de los actos y las voluntades. Y agregó que no sería, después de todo, una mala idea que no llegara. Que acaso, en definitiva, eso esperaran tan disciplinadamente cada noche. ¿Y qué haríamos?, inquirió el hombre que afirmaba haber dado, una vez, un paso a la velocidad de la luz, pero que no volvió a intentarlo porque se mareó tremendamente y vomitó una dolorosa bilis de estómago vacío y úlcera – y a saber si preguntaba qué harían si llegaba o si no llegaba -. No lo sé – dijo la mujer que enamoró a Homero y a Virgilio para rechazarlos sin épica -, ya veríamos. Supongo que esa incertidumbre ínfima sería estímulo suficiente para una variación igualmente exigua. Digamos que, a fin de cuentas, ya ni siquiera importa si llega o no, comentó el hombre que inició setenta y tres guerras y que intentó redimirse otras tantas a través de infames ejercicios a los que se abocaba con ánimos de mártir y aventurero (y, todo sea dicho, no sin cierta dosis de concupiscencia).

Fuera, en la noche esquinada de Main y la 14, unos niños desgarbados como mineros viejos habían abierto un hidrante y jugaban alrededor del chorro grueso de agua. En la puerta de la cigarrería, Malone fumaba un puro gordo como un bratwurst y miraba con esos ojos vacíos que hacía mucho habían prescindido de él: Malone había quedado retenido por una memoria que, según la mujer que amó a León Felipe una noche mexicana sin viento ni luna ni llanto, no era suya (de Malone, la memoria) sino de uno de los clientes de una adivina – a la que a veces acudía sin credulidad ni escepticismo – que la había olvidado en una mesa, entre vasos con vino picado, sahumerios y un papel con una dirección que no pertenecía ningún mapa.

Un golpe en la puerta. Está aquí, dijo preguntó, incrédula, la mujer que una vez cargó de piedras los bolsillos de un abrigo que usó mucho y entró en un río que mentía una tranquilidad ondulante en la superficie; y abrió la puerta. Se miraron, los tres. El hombre. La mujer. Y el recién llegado: un hombre al que la piel le había quedado grande, como si hubiese sido de un hermano mayor, antes que de él. Y como si no hubiese llegado nunca, dijo el hombre que perdió un ojo en una apuesta.

Qué haces aquí, preguntó la mujer que traicionó a un ex revolucionario ruso una noche de febrero en una comisaría de Berlín Este. El hombre que vendió estampitas de santos apócrifos en Nápoles miró con desprecio al recién llegado, que dijo, con tono de disculpa y argumentación: Se suponía que debía venir. Hay citas que no están hechas para cumplir, respondió el hombre, limpiando el ojo de vidrio fabricado por Ludwig Müller-Uri con el puño de la camisa; y ésta es una de ellas. Qué haremos ahora, preguntó la mujer que decía haber nacido en Tánger, unas veces, y otras, en Shangai. Nosotros dependíamos de esperarlo. Y ahora que ha llegado, qué se supone que debemos hacer. Qué acción nos corresponde. ¿Debemos inventarla?, se turbó la mujer que olvidó veintitrés idiomas. ¿Además de venirporquedebía, qué motivo lo trajo aquí?, inquirió el hombre que renunció treinta y tres mil quinientas siete veces a la felicidad. Sólo venir… Pensé que aquí me dirían qué seguía a continuación, qué debería hacer. Al hombre la piel pareció sobrarle aún más. Quizás por eso, o porque ya nada importaba mucho, o porque terminó por creerse levemente la conversación – la misma farsa o el mismo simulacro de todas las tardes y noches – que habían mantenido justo antes de la llegada del hombrecito, la mujer que fue secretaria de Marie Curie lo cogió del brazo y lo invitó a terminar de entrar en la habitación y cerró la puerta. Qué hacemos, interrogó al hombre. Nada, dijo el hombre que nunca fue niño, ni siquiera hijo; seguir esperando. Quizás sólo debía llegar para compartir espera.

La luz roja se detuvo, como si la marea hubiese bajado demasiado para manchar esa habitación de rojo. Otra luz, más tenue, tibia, inocente, iba asomando por el horizonte achatado que seguramente habría detrás de la ciudad. Hoy más tarde, anunció la mujer que nunca había besado con convicción, cogiendo el bolso. ¿Más tarde qué?, preguntó el recién llegado. Más tarde aquí, para esperar, repuso el hombre que no conoció la nieve ni el viento. A las seis de la tarde, añadió. ¿A dónde van?, había un tono lastimero, peripatético, en la voz del hombrecito. Tenemos nuestras vidas, hay que ejercerlas, explicó la mujer que no recordaba si su vida era en realidad una falsificación o varias. Si no tiene donde ir, puede quedarse aquí. ¿Volverán?, preguntó el hombrecillo. Claro, qué otra cosa íbamos a hacer, replicó el hombre que fundó sectas en el sur de Estados Unidos en los años 1930. Es lo que llevamos haciendo desde… No sé desde cuándo, ya no recuerdo, añadió con cansancio la mujer que una vez creyó que se casaría y tendría hijos y un jardín con un cuidado seto y un columpio.

Una luz blancuzca entró hasta el borde de la cama justo cuando el hombrecito subía los pies como si se los hurtara al agua y sus vaivenes y amenazas y se acomodara a derivar en una balsa. ¿Vendrán por la tarde?, tuvo tiempo el hombrecillo de preocuparse antes de dormirse.

 

© Marcelo Wio

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