Ocurrió de pronto – si bien los signos que advertían de su inminencia llevaban allí desde hacía unas semanas (pero como siempre, uno los desestima con las prisas de la rutina y sus burocracias) -.
Levantaron vuelo todas a una. Las hojas migratorias. Y comenzaron a revolotear en formaciones que sólo para quien está adiestrado en las miserias de lo telúrico, parecían caóticas, pero que obedecen a minuciosas coreografías matemáticas ancestrales.
Las sedentarias miraban, primero con frustración, luego con envida, enseguida con resentimiento, y finalmente con esa odiadora soberbia propia de los regionalismos acérrimos. Las otras, ignorantes de todo ello, parecían ir formando paños que limpiaban el cielo del atardecer ventoso.
Y de la misma repentina manera en que abandonaron los árboles y el suelo y los bancos y veredas y techos y entresijos, comenzaron a volar hacia el Sur, donde ocuparán árboles semejantes – hay quien dice que son los mismos, que sus raíces se extienden miles de kilómetros para emerger en otras posibilidades.
© Marcelo Wio
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