XXXIII (Una noche larga)

“¿Por qué me hablas tan bajo al oído, Muerte mía?”
¿Por qué me atormentas anticipándote, a diario
a nuestra fatal unión?
¿Qué regocijo siniestro encuentras en semejante proceder?
Me hipnotizas con tus ojos contundentes y, así,
paralizado,
debo seducir (o intentarlo, al menos) a la vida,
sin más ayuda que un empeño que nace
más de una rutina que de una voluntad con propósito.
¿Por qué te disfrazas de Miedo, Muerte mía?
¿No es suficiente tortura tu rostro implacable, cada noche?
Me atas con pavores, me delimitas, me quitas
armas para enamorar a la Vida;
para disfrutar de los entusiasmos necesarios
para convencerme de la veracidad
de sus caricias esporádicas.
Muerte mía, bajeza la tuya, de utilizar un instante Tagore
para llegar a mí; ¡como si no tuvieses vehículos suficientes
para acercarte una y otra vez a susurrarme al oído,
bajito,
que no me olvide de mi fugacidad!

 

© Marcelo Wio

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