La madre de Silvia se había apellidado Anchorena. Pero de eso hacía mucho tiempo. Tanto que se había olvidado que una vez había tenido ese apellido tan de calle, de busto y lustre. Su padre la había mandado a Rosario (“Ya es suficientemente horroroso que mi hija haya dejado entrar a un peoncito a la familia; que ella haya sido la grieta de esa dignidad que, te guste o no, es también la de la Patria – o quiénes te creés que la hicieron, los Gómez, los Pérez, los Tortonni o Spaghtetti -; para encima tolerar un morochito de mierda salido de las mismísimas profundidades del vientre de mi propia hija. Muy equivocados están todos si creen que voy a permitir semejante vergüenza instalándose entre nosotros”, no masculló don Hipólito Iturralde Anchorena, que ordenó con la mirada, simplemente, con el desprecio del silencio rotundo y pesado), con una tía abuela que tenía una vergüenza propia (más bien, era una vergüenza para la rancia familia) y pretérita, de la que nada sabemos y que hizo de ella, desterrada, una especie de guarda de pecados, errores, horrores y demás catastros de las manchas y manchitas de los Anchorena (con calle y todo).
Lucas había heredado el apellido su tía abuela (el apellido de los descastados, de los intocables, los impuros), que, a su vez, es invención de un amigote con muy poca imaginación que tenía la familia en el registro civil de Pergamino: Piérrez – suma de una ‘i’ y una ‘r’ a Pérez que lo hizo sentir muy sagaz; el leve consuelo de los pelotudos.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion