XXI (Una noche larga)

“Para finalizar, deseo que Dios derrame sobre ustedes todas las venturas y la felicidad que merecen. Les agradezco profundamente el que se hayan llegado hasta esta histórica Plaza de Mayo. Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.

 

Perón ya había abandonado el balcón. La plaza estaba casi vacía, salvo algunos rezagados que todavía no se lo creían (no el final, sino el intermezzo, con sus imberbesydemás); y Stephanie y Neporino.
– Cagamos, Nepo, somos carne de cañón – dijo Steph, como la llamaba su padre.
– Yo vengo cagao de nacimiento. O muy poquito despué. Pal’ caso, lo mismo da.
Un viento frío recorrió la plaza, como invitándolos a retirarse, a creerse de una buena vez la evidencia que había caído sobre el muchedumbre como una trompada. Varios meses después, en ese deambular clandestino de casa en casa por el conurbano, Mario Rodríguez le diría a Stephanie: Te lo había dicho, piba, el general está, y estaba, con la derecha. ¿Es milico, o se habían olvidado de eso? Y le añadió que el Brujo y otros elementos más.
Stephanie no respondería nada porque ya estaba cansada de andar explicándose, justificándose. Además, sentía como la inevitabilidad de un desenlace que ya no necesitaba de dialécticas ni de trasnochadas donde se reinventaba el país.

 

© Marcelo Wio

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