Frente al cenotafio que era esa esquina de baldío de latas oxidadas, escombros varios del año del ñaupa, vidrios rotos, mierda de perro, preservativos ahorcados, yuyos innominados, Hugo condensó todas sus preocupaciones, porque sí, porque ya tocaba: una precisa admisión de que debía entregarse a la penitencia de enfrentarse con los numerosos cadáveres que llevaba a cuestas.
Le pareció sintomático hacerlo frente al simulacro de tumba y no frente a los muchos campos de batallas donde yacían sin enterrar sus pasados. Porque uno no es un solo pasado, es una multiplicidad de muertes, de nacimientos.
Durante la noche había entrevisto ese baldío, la idea de pararse frente a él; era uno más de sus abominables intentos de anticipación, de exacerbar la intuición como una treta para que lo que viniese no lo sorprendiera; crear futuro, en definitiva. La vida radica en las sorpresas, le había dicho una vuelta Jalil, a cuento de qué no recordaba. Era cierto. Pero no soportaba verse envuelto en la frenética desesperación de la espera y la incertidumbre (las esperas son incertidumbre y viceversa, había asegurado él en esa misma charla en la que Jalil dijo aquello de las sorpresas y después, cuando Hugo soltó lo de las esperasetcétera, Jalil propuso la espera como placer, como aislante del presente con sus manchitas de humedad, sus cascaritas de pintura vieja y sus conveniencias).
La espera – había seguido Jalil, y ahora Hugo recordaba las palabras con una exactitud astringente, que se le amontonaba en el cerebro y apretaba la hipófisis – genera la ilusión: esperando fantaseamos sobre cómo será el encuentro, la entrevista, la película o lo que sea. La seguridad de lo predicho, en cambio, genera cómodos, estúpidos y algunos Oblomovs sentados en lo conocido de cuatro paredes. Por eso aborrezco de astrologías: venden aburrimiento de muy mala calidad. La vida tiene que ser, por fuerza, vértigo; cuando tenemos demasiadas redes ya no somos trapecistas, somos pescados rumbo a las fauces que caigan en suerte (restaurante de cinco tenedores o chiringuito de playa, es lo mismo). Además, creo que hay cierta pedantería en los asegurados, como si creyeran que habitan una tierra prometida, como si sus pies bendijeran el suelo que pisan. Y esa pedantería enmascara su mayor debilidad: son cagones que decidieron aferrarse a las falsas manijas de la vida, a los consoladores y vibradores mentales que ofrece el vasto mercado de mentiras, hipocresías y anestésicos sociales.
Ese mirar el baldío y suponerlo un homenaje funerario, era su manera de conferir a los actos y, sobre todo, a los olvidos sentidos especiales que convenían a su estado emocional. Había una escenificación del luto – de su propio pasado – que le venía bien para no pensar en Úrsula y, sobre todo, en ella respecto del mariscal. Esa era la idea que se le había introducido por la oreja izquierda. “Prefiero la perdición antes que la duda”. Pero no hago más que crearme dudas, aunque Jalil crea que condesciendo con lo opuesto.
Como no podía ser de otra forma, tanto pensar en Jalil, terminó por convocarlo. Apareció de improvisto, por detrás.
– Todo un emblema de este Buenos Aires querido – dijo Jalil.
Hugo se sobresaltó. Se giró y le preguntó: ¿Qué?
– El baldío… Dejá. Me debés una: te rescaté de un embrujo lunar de tomo y lomo.
– Ojalá fuese un embrujo, un hechizo. Es Úrsula.
– Mirá vos, pensé que era un baldío, pero en fin, estos rinconcitos de Buenos Aires dan mucho de sí.
– No jodas, te estoy hablando en serio – repuso Hugo, y su gesto se torció, ayudado por el vaho que se levantaba del charquito que Úrsula y el mariscal y los pasitos formaban a su alrededor.
Jalil esperó a que Hugo se explicara y Hugo pensó, con cierto rencor, que ese silencio, esa espera, era el divertimento de Jalil, su oportunidad para fantasear. Por eso se obligó a hablar rápido – aunque, realmente supo que lo hacía porque en el silencio habitaba la idea.
– Algo cambió. En mí respecto de ella, en ella respecto de mí. Parecemos los mismos pero no lo somos. Es como si alguien hubiese puesto unos impostores muy buenos, pero que fallan en algo que para el espectador es despreciable, pasa totalmente desapercibido. Pero está ahí. Llamalo como quieras. Es el mariscal, sus pasitos en el rellano, su imagen superpuesta a miles de posibles tipos con los que Úrsula misma lo puede confundir. Y entonces, yo doy espacio, porque te imaginarás que los tres no entramos en la misma habitación – todos los ambientes se hacen sofocantes si coincidimos los tres, es como si creciéramos, o los lugares se achicaran.
– No te sigo muy bien, sobre todo, porque no sé quién es el mariscal y, más aún, porque no sé si existe un mariscal o es otra de tus maniobras para reelaborar la realidad, tomar la curva, desechar el falso recto.
Hugo se quedó pensativo, pero no porque estuviese evaluando la aseveración de Jalil, sino porque lo que le decía no tenía nada que ver con el recuerdo de la charla, que intentó ubicar con mayor precisión. Llegó a la conclusión de que esa charla no la había tenido con Jalil.
Yo tengo algo serio con mi pasado, con mis recuerdos, se dijo con benevolente malicia. Le sucedía a menudo recordar cosas ajenas como propias – así como dudar de la veracidad del acaecimiento de tal o cual evento. Inventar, que hubiese dicho una voz.
Se dio cuenta de que Jalil estaba allí, que esperaba una respuesta – dejó que transcurriese el tiempo, sin apuro, para darle tiempo a Jalil para armarse su propia historia con las pocas pistas que le había dado, y eximirse así de dar una explicación.
– No ando con mucho ánimo para contarte los detalles, lo dejamos para otra vuelta. Vamos al Conventillo que necesito un traguito de caña que me caliente los intestinos.
– Escucho y obedezco.
© Marcelo Wio
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