Vas a estar siempre volviendo

1.

Vas a estar siempre volviendo. Eso le dijo cuando se acercó a darle dos besos el día que él se marchaba de Sausalito. Con el tono de decir las cosas de todos los días. Justo antes de que se subiera a la camioneta de Julián que lo llevaría a la estación de tren de Villegas. No tanto como una suerte de fallo, sino como esas premoniciones que se le aventuran al horizonte al atardecer, un poco por decir algo, por confirmarse. Que bien podría haberse entendido como el último y rudimentario recurso; el de alojarle un ineludible y recurrente pensamiento, como esos antojos involuntarios que se le meten a uno pero que parecen pertenecerle a otro: un apego, y una sumisión. Que era como decirle que iba a estar instalado en la eterna víspera de su retorno.

Cuando Julián cogió el bolso de cuero, aún albergaba alguna duda, o, más bien, un temor. Fue entonces cuando Marcia se acercó, salvando la timidez y el círculo de amigos y familiares que decían las sensiblerías y estupideces de rigor. Lo tomó de los hombros con insegura firmeza y le dijo aquello, que también podía interpretarse como un paliativo para su oposición nunca verbalizada a esa partida, a la tristeza que había ido produciendo esta, y la incapacidad de decirle sus ternuras. Inadecuada, con su vestido de los domingos en pleno martes fresco por la mañana. Puro símbolo, allí plantada, para terminar diciendo unas palabras que no supo cómo se le metieron en la boca y suplantaron a las suyas; porque luego, cuando le contó la despedida a Lalita, juró y perjuró que nunca las había pensado, ni en ese ni en ningún otro orden, y que ni siquiera sabía qué querían decir, más allá de lo evidente, que no tenía sentido. Y él, ¿qué te dijo?, inquirió Lalita. Al principio, seguramente; eso dijo. A saber qué quiso decir, añadió Marcia. Pues que debe haber pensado que le decías que siempre iba a estar pensando en el pueblo. Espero. ¿Qué otra cosa iba a pensar? Qué se yo; que le susurré una maldición, un desánimo. Mira las cosas que se te ocurren, mujer.

2.

Tocó a la puerta convencido de que había una trampa en todo aquello; una a la que no podía adivinarle el sentido. Una lluvia fina y tupida caía como una sombra. El aire frío y húmedo le confería a la noche un aspecto inhóspito. Tocó con los nudillos mojados y fríos, blancos de tanto apretar el puño, como si así el golpe fuese más efectivo – tanto, que provocara una presencia que abriera la puerta. Tocó dos veces y esperó. El agua escurriendo por la gabardina marrón (oscurecida por el agua) y por el sombrero negro de ala ancha. Sólo se escuchaba el sonido de la lluvia entrando a través de una ventana rota al final del pasillo y el de su propia respiración pausada. Golpeó otras dos veces con el mismo puño – el otro al costado, lacio, igualmente mojado y frío. Ningún movimiento en el departamento. Miró la letra en la puerta: E. Dio un paso hacia atrás y miró hacia el costado, en dirección al ascensor; un cartelito indicaba: Piso 7. Era allí. No había confusión. Tocó nuevamente. Esta vez, en voz baja dijo: “Abre, soy Julián”. Probó el picaporte. La puerta estaba cerrada. Se agachó levemente y miró la cerradura: había una llave del lado de adentro. Golpeó un par de veces más y dijo: “Pelayo, abre de una vez, que estoy calado”. Miró hacia los costados: el pasillo seguía vacío. Seguramente habría más de un ojo pegado a la mirilla intentando, más que ver, adivinar la figura que mal verían a través de los cristales gastados de las mirillas, como todo en ese edificio. Como todo en esa ciudad que hacía mucho que había dejado de preocuparse de sí misma. Despegó la mano que tenía a su costado y abrió la gabardina. Del bolsillo interior izquierdo extrajo un pequeño atado de cuero. Lo abrió: había allí unos pequeños instrumentos metálicos. Con uno de ellos empujó la llave que escuchó caer del otro lado; con otro, abrió la cerradura. Guardó las herramientas menudas en el bolsillo del que las había sacado. Abrió la puerta y entró.

Un ambiente en exceso cálido lo asaltó. Y en seguida, olor a encierro y a naftalina y tabaco negro. Pelayo, llamó, sin violencia.

– En el lavabo, coño – respondió una voz que parecía llevar fumando mucho más de los años que debía tener.

– Llamé varias veces a la puerta.

– Ya sé. No soy sordo. Pero estaba en el retrete, ¿qué querías que hiciera, que saliera así, a medias, o que chillara?

– Vale, vale. Termina lo que empezaste. Preparé un café.

– Para mí no. Yo me tomaré un anís.

La puerta del lavabo se cerró. Julián se dirigió a la cocina. Había platos de varios días en la pila. Olor mezclado de comidas ordinarias. Le dio una repentina repulsión, así que se abstuvo de prepararse un café. En el salón localizó el aparador donde había unas pocas botellas: una de anís, un coñac muy dudoso, un whisky sin pedigrí, un vino que parecía más apto para acidificar ensaladas. Optó por el whisky.

Pelayo apareció en el salón sin hacer ruido. ¿Has visto las bebidas de mierda que tiene el tío este?

– Ya. Oye, qué asco que tienes hecha la cocina.

– Bah, por lo que estaré aquí. Mira que me voy a poner a jugar al amo de casa.

– No digo eso, hombre, pero un poco de aseo; después de todo, quieras que no, aquí estás hasta que Rodrigo diga.

– Hablando de Rodrigo, ¿alguna noticia?

– Ninguna. Hace dos días que no lo veo.

– Cabrón. Siempre pasa lo mismo. Nos da un encargo, y a mitad del asunto le surge otro, o alguna otra cosa.

– Nunca ha fallado.

– Yo no he dicho eso. Digo que no hay vez que no nos deje en vilo unos cuantos días. Estoy hasta el moño de estar en este piso de mierda. Ya debería estar todo liquidado.

– Sí. Al menos hace un par de días.

– Qué va. Desde el día uno. Esto era coser y cantar. Entrar y salir. No sé a qué tantos melindres. Pareciera que a veces se recrea en el plan.

– Cierto. Exagera.

– Claro que exagera. Se pone todo cinematográfico. Como si hubiese un público al que hay que darle el plan perfecto y envuelto para regalo. Y mientras tanto, yo aquí, perdiendo el tiempo.

– Por lo menos está mejor que lo de la última vez.

– ¿Lo de la casona en las afueras de Castro Urdiales?

– Sí. ¿Recuerdas el frío de mil demonios?

– Joder, como para olvidarlo. Y esa humedad que atravesaba las paredes y luego a nosotros. Parecía un espectro.

– Aún puedo sentirla – se estremeció Julián.

– Pues hoy no le va la zaga.

– Qué va. Aquí es puro decorado. Termina por no parecerse ni a sí misma, la lluvia esta.

– ¿Aquí que es auténtico? Ni nosotros. Menos que menos esta situación.

Quedaron en silencio. Cada uno con un vaso en la mano. Pelayo, además, con un cigarrillo en la otra. La mano libre de Julián, caída a un costado, ya más seca y sin frescor. Miraban a través de la ventana llovida una noche fraccionada.

– ¿Dónde está? – preguntó Julián.

– En la habitación.

Se quedaron en silencio, mirándose, en el salón.

– Algo habrá que hacer – dijo Julián.

– Y, sí. ¿Qué querrá que hagamos, Rodrigo?

– Ni idea. Eso le quería preguntar.

– ¿Te quedas tú?

–  A eso venía. Pero después de ver la cocina…

– Joder, cómo eres. Ya te limpio la cocina y el salón.

– Pues limpia. ¿Le has dado de comer?

– Claro, hombre. ¿Hacía falta preguntarlo?

– No.

– Pues eso.

– Eso mismo.

***

Seguía esa lluvia cínica y la penumbra despiadada. Julián miró entre los libros de la estantería. No hacía ni veinticuatro horas que Pelayo se había marchado, y ya parecían como dos días. Se dirigió a la habitación. El hombre estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared entre la cama y el armario. Julián se acercó y le quitó la mordaza.

– ¿Qué libro me recomienda?

– No sé. No he leído ninguno. Compré algunos para rellenar; ya sabe, como que sin algunos libros una casa no fuese tal. Y luego, los amigos, creyendo que me gustaba la lectura, me fueron regalando otros para el cumpleaños.

– Ya.

– ¿Qué hora es?

– ¿Qué más da? Las tres y cuarto.

– Gracias.

Julián volvió al salón y cogió un libro. Se sentó y comenzó a leer. No recordaba cuándo había sido la última vez que había leído un libro o, para el caso, siquiera el periódico.

La voz del hombre, desde la habitación, lo interrumpió: Se olvidó de colocarme la mordaza nuevamente.

– ¿Va a gritar?

– No.

– Pues así se queda.

– Gracias.

Julián volvió a la lectura. Pero no había acabado de leer siquiera un par de líneas cuando la voz del hombre volvió a recorrer el trayecto de la habitación hasta el salón: ¿Qué libro ha cogido?

– ¿Qué más le da, si no los conoce?

– Ya. Es más que nada por hablar.

Julián miró la tapa y dijo: Don Juan, de Gonzalo Torrente Ballester.

– Como si me dijese Doña Juana, de Margarita Corriente Saetera.

– Lo mismo.

Cuando levantó la vista del libro tuvo la impresión de que se le había escurrido la tarde sin darse cuenta. Pero el reloj apenas si marcaba las cinco menos diez. Afuera parecía de noche ya. Se asomó. Seguía lloviendo.

Fue a la habitación. El hombre estaba recostado en el suelo.

– ¿Duerme?

– No, que va. Es muy incómodo hacerlo atado de esta forma.

– Venga, lo ayudo a subir a la cama.

– ¿Y si me desata?

– Claro, y también me doy un par de hostias, ya que estamos.

– ¿Qué cree que puedo hacerle? ¿Usted se cree que me puedo inventar una valentía que ni siquiera puedo imaginar?

Julián lo cogió de las axilas y lo ayudó a incorporarse y a sentarse en la cama.

El hombre miró hacia la oscuridad escurrida de la ventana.

– ¿Cuándo ha llovido tanto aquí? – dijo Julián.

– Quizás sea parte indispensable para la composición de escena que precisa la historia del Rodrigo ese.

– Estaba escuchando.

– No es que quisiera, pero era inevitable – e inmediatamente preguntó: ¿Por qué me retienen?

En otra oportunidad, Julián no hubiese respondido y lo hubiese hecho con algún cinismo, pero en esa ocasión dijo: No lo sé.

– ¿Siempre es así?

– ¿Así cómo?

– Que no sabe por qué hace lo que hace; quiero decir, lo que le mandan hacer.

– Alguna vez, supongo. Como todos.

– Sí, es cierto…

– ¿Usted le debe dinero a alguien?

– No. Bueno, tengo la hipoteca del piso con el banco, pero la pago religiosamente.

– ¿A qué se dedica?

– Soy protésico dental.

– ¿Le gusta eso, realmente?

– Vamos a ver, gustar, gustar, pues qué quiere que le diga.

– Si le gusta o no.

– Es un trabajo.

– ¿Algún romance de los turbulentos?

– Ya me gustaría… He pensado mucho por qué motivo podrían estar reteniéndome, y le digo que no he encontrado ninguno. Se lo digo porque veo que sus preguntas van por ese lado. Si no traía la lección aprendida, aquí difícil que la aprenda.

– Recuéstese un rato, venga.

El hombre obedeció.

– ¿Le apago la luz? – preguntó Julián, ya en la puerta de la habitación.

– No, gracias. Suficiente noche hay todo el día ahí fuera.

***

Pelayo regresó al día siguiente, cerca del mediodía, calado de frío y agua. Como cumpliendo una simetría inútil.

– Es de no creer esta lluvia. Las calles casi vacías. Apenas unas figuras apurando el paso, como si huyeran de un perseguidor – dijo, mientras se quitaba la gabardina.

– Adentro no mejora mucho la cosa – respondió Julián.

– Está todo enrarecido, sí…

– ¿Noticias?

– Sí. Malas. Rodrigo no aparece. Ni en lo de Emilio saben nada. Dicen que hace como una semana que han oído de él. Desde que nos encargó esto, más o menos.

– ¿Qué hacemos?

– No sé, Julián.

– Habrá que buscarlo, digo yo.

– Habrá…

La voz del hombre se metió entre los dos como una presencia sólida: No escucho bien, por qué no vienen a hablar aquí. Tengo derecho a saber.

Pelayo le echó una mirada a Julián, que respondió levantando los hombros y dirigiéndose hacia la habitación, dejando tras de sí un “tiene razón” casi inaudible, más como una claudicación propia, como el humo de un cigarrillo.

– Yo también– dijo el hombre, incorporado contra el respaldo de la cama.

– ¿También qué? – inquirió Julián.

– Que lo buscaré.

– Pero qué está diciendo, hombre – repuso Pelayo.

– A ver, ¿para qué queréis encontrar al Rodrigo ese?

– Entre otras cosas, para saber qué hacemos contigo.

– Pues ahí lo tiene. Yo soy el más interesado en saber qué queréis hacer conmigo. No sabe lo amargas que resultan las preguntas incontestadas y saber – o, mejor dicho, intuir – cómo la posibilidad de respuesta se corrompe ahí afuera con tanta lluvia.

– ¿Seguro que usted no lee? – preguntó Julián.

– Nada. Bueno sí, las especificaciones técnicas de los productos que utilizo – respondió el hombre.

Pelayo enderezó el tema con una pregunta: ¿Pretende buscar, así como así, un nombre como tantos?

– Vosotros me diréis las señas de este Rodrigo en particular.

– Pues apañado va – intervino Julián.

– ¿No lo conocéis?

– Hombre, sí. Pero por terceros – nuevamente Julián.

– ¿Nunca lo visteis?

– Yo no – dijo Julián, mirando a Pelayo.

– Tampoco.

– ¿Y cómo pensáis buscarlo, entonces?

– Tenemos referencias; gente que transmite sus encargos, gente que lo conoce – respondió Pelayo.

– ¿Y estáis seguros de que esa gente lo ha visto? Es decir, ¿cómo sabéis que no ha recibido, a su vez, la encomienda del tal Rodrigo por interpósita persona?

– No rice el rizo, caballero.

– José María Valle Peña.

Se quedaron un momento en silencio, como si esperaran que una cuarta voz que interrumpiera la escena y les ordenara ensayar la siguiente o les corrigiera la interpretada.

– No sé tú, pero yo no me quedaré aquí otra vez – repuso Pelayo.

– Yo tampoco.

Y no veáis cómo estoy yo – comentó a su vez José María.

Pero ni Julián ni Pelayo le prestaron atención.

– Hombre, esto está ya tan raro que un poco más… Además, no tiene sentido que lo sigamos reteniendo aquí – dijo Julián

Pelayo se acercó a José María y lo comenzó a desatar, mientras le advertía: No haga ninguna tontería.

– Nunca hice ninguna del estilo que a usted le preocupa. Y ya es tarde para empezar a practicarlas – y se restregó las muñecas e hizo estiramientos con los brazos.

– No sea peliculero – dijo Pelayo.

– Pruebe usted estar una semana así atado. No le niego que he incurrido en alguna dosis de teatralidad como para estar a la altura de las circunstancias; pero los amarres dolían e incomodaban lo suyo.

José María se incorporó y los tres quedaron mirándose, como si de pronto hubieran caído en aquel lugar, transportados de vaya a saber dónde.

– ¿Les parece que continuemos en el salón? Es un tanto extraño que, una vez remediada la circunstancia que nos obligaba a estar aquí, tres hombres maduros que se conocen apenas dialoguen en una habitación – propuso Pelayo.

– Muchos prejuicios tiene usted -dijo José María.

– No se imagina cuántos. Tantos, que mi personalidad, me temo, es la suma de mis prejuicios.

– Hombre, la combinación puede dar una personalidad de lo más interesante – dijo Julián.

– No jodas, Julián, que me conoces. La mía es más simple que la tabla de multiplicar del uno.

– Qué va, hombre – terció José María -, seguro que tiene algún prejuicio de esos que no dejan indiferente a nadie.

– Ya. Pero no. Están muy vistos.

– ¿Y si vamos a cosas más prácticas? – cortó Julián.

– Preparo café. Eso siempre es un punto que atrae otros eventos pragmáticos – dijo José María, dirigiéndose a la cocina.

– Usted no me engaña. O sigue leyendo, o leyó mucho, variado y retuvo bastante – otra vez Julián con el tema.

– Como usted guste – respondió José María.

3.

Habían quedado en el bar de la estación de tren a las once de la noche. La idea fue de José María, que adujo que allí la tristeza por lo menos está justificada en una despedida o en un desencuentro; mientras que en el resto de los cafés y los bares era impostada, como si obedeciera a una literatura tantas veces escrita, o como si precisamente se postulara a esa inmortalidad de papel y mistificación. Pelayo volvería a pasar por lo de Emilio y luego iría al mercado central de carnes, donde sabían que Rodrigo tenía algún enjuague con los transportistas. Julián pasaría por lo de Anselmo, que levantaba apuestas para Rodrigo, y también iría a lo de la Chilinga Marcia, que regenteaba el lupanar que algunos decían que era de Rodrigo; otros, que éste le ofrecía protección; también había quien murmuraba que la Chilinga y Rodrigo eran amantes o lo habían sido; y aún otros, que en realidad eran hermanos – de éstos, unos pocos, y siempre en brevísimos círculos de rigurosa confianza, que la consanguinidad no había sido obstáculo, sino condición sine qua non, para la consumación de ya se sabe.  A José María le encomendaron preguntar – siempre diciendo que iba de parte de Julián y Pelayo, que sino quién era él para andar preguntando por él – en una casa de apuestas y en un par de paradas de taxis del centro. Esto último, no porque le supieran algún comercio en el ramo, sino porque los taxistas, de todos es sabido, conocen prácticamente todo lo que sucede en la ciudad, en su envés – que es como una dimensión superpuesta sobre la realidad que ve la mayoría.

A las cinco de la mañana, acuerdan, se encontrarán nuevamente allí. Y ya se verá.

***

José María caminó por avenida que, a esa hora, y empapada, parecía ancha y hasta el vestigio de una vitalidad inverosímil. Las luces multiplicadas en las mojadas calles y aceras ofrecían una apariencia de espejo roto o de araña derramada sobre una pista de baile. Se le hacía que todo iba más rápido. ¿O era más lento? Acaso sólo fuese la mirada que, como una extremidad del ánimo, mueve el tiempo de las cosas – o la velocidad con que las toca, las aprehende, más bien. Quizás, caviló, la observación lleve consigo el tiempo; el de sus necesidades, sus ambiciones: todo moviéndose en el líquido ocular como fetos o restos de una crecida. Mira las tonterías que se te dan por pensar, se amonestó.

Siguió hacia los límites difusos donde las calles parecían transformarse en abstracciones oscuras, como si allí empezara el infinito, la eternidad, que no son otra cosa que la exageración del tiempo, es decir, su invalidación. Sintió, o quiso sentir, un vértigo o una reserva, algo que lo devolviera hacia el centro de la ciudad. En la vereda de enfrente un charco de luz verdosa que desaguaba de un ventanal sucio con la inscripción “Billar Mario” lo retuvo de esa inminente retirada. Se asomó al ambiente mancillado de humo y abandono. Un par de viejos hacía carambolas imposibles en la mesa más cercana a la entrada, reescribiendo alguna ley del movimiento o, directamente, legislándola por primera vez, en un debate de tacos y tiza, de gestos mínimos, de austeros vasos de vino. El paño de un verde desteñido no mostraba signos de impericia.

Se quedó de pie observando a los dos hombres que lo ignoraron, como si estuviesen cansados de darse cuenta de cada hecho nuevo.

– Hay tres clases de personas – le decía uno al otro, mientras le ponía tiza a la punta del taco: los perpetradores (reales o imaginarios), las víctimas (lo mismo) y los indignados – que hacen de cuenta que son mayormente afectados que las víctimas, apropiándose así de la ofensa.

– No diga gilipolleces, Baltasar, y perpetre de una puñetera vez.

El hombre caminó alrededor de la mesa calibrando un tiro.

Ahí andamos todos, caminando alrededor de algo – que es un sustituto o proyección de nosotros -, se dijo José María.

– ¿Se va a quedar ahí de pie, como un portero o un niño culpable? – preguntó uno de los hombres.

– Sólo venía inquiriendo por Rodrigo -. Lo dijo sobre todo por ver qué decían de él, para observar el efecto de ese nombre en sus interlocutores, más que por las señas que, sabía, no podrán darle, porque Rodrigo es más un prestigio elusivo; hecho de un miedo sin forma, y por ello tan efectivo, que una ubicación concreta, que una materialidad irremediable. Se había ocupado muy bien de confeccionar esa abstracción: cadena de voces y obediencias que no pueden conducir nunca hasta él. Cómo no iba a saberlo si él lo había elaborado.

– Por aquí no hay ningún Rodrigo – comentó el hombre que calculaba trayectorias, y miró a su compadre.

– No señor. Y no andaría mentando ese nombre de manera tan imprudente. Menos que menos una noche así.

José María asintió, se giró y dejó el billar. Enfiló de regreso al centro.

***

La lluvia caía ahora más intensamente. De pronto se sintió cansado de buscar un motivo para caminar por esas calles semidesiertas. Entró entonces en el primer bar que vio abierto. Uno apretado entre dos vidrieras sin lujo ni reclamo, con un cartel que decía Ne me quitte pas. Había una suerte de fervor por cumplir con el ánimo que anunciaba el cartel: un puñado de desesperaciones tranquilas, entregadas.

– Buenas noches – saludó José María, al sentarse a la barra.

– Buenas – respondió un hombre que estaba sentado a dos butacas a su derecha sin quitar la mirada de un partido de fútbol en la televisión sin volumen que estaba colgada de la pared en una de las esquinas del bar.

– Un vino, por favor – pidió José María a la mujer que atendía tras la barra. Y aquí, para el amigo, lo que esté bebiendo.

– Se agradece.

– No hay de qué.

– ¿Se refugia de la lluvia o de algún otro mal? – preguntó el hombre sin quitar aún la mirada del anodino encuentro; un poco por devolver la cortesía. Tenía un rostro sin personalidad; o, mejor dicho, sin identidad, como un resumen o paradigma de humanidad.

– Probablemente de varios males – respondió José María.

– Seguramente no es tan grave. Peor es no tener nada de lo que tener que andar escapando.

– Bueno, quien dice varios, tal vez no tenga ninguno que especificar. O acaso el único que en realidad tiene, lo avergüence.

– Es una posibilidad como cualquier otra.

– ¿Quién juega?

– El Atleti con alguno. Ya no presto mucha atención. Lo miro por costumbre; y para no ver otras cosas.

– El problema con eso es que uno se pierde de ver cosas interesantes.

– Mire, a mí lo bueno me ha llegado siempre tarde; cuando me estaba marchando o cuando ya había elegido conformarme. Tarde. Que es lo mismo que decir nunca. O cuando apenas equivale a una postrera ironía. Así que no me pierdo nada, caballero. Alguna anécdota. Pero siempre es ajena, o accesoria. Puro simulacro de otra cosa.

José María decidió beber en silencio y componer el gesto y la actividad circunstancial apropiada que encajara con el lugar – un cigarrillo que se consume colgando de la comisura de los labios, una mirada que yerra por el cielo raso como si realizara una agrimensura indiferente. En definitiva, como si tuviese que actuar para un público ausente o apático que a la vez fuese intérprete de ese instante: es decir, para sí mismo.

¿Y si todo realmente llega tarde?, caviló. Porque el momento del deseo, la idea, lo que sea, es inexorablemente anterior a su realización. Deseo que, por lo demás, muy posiblemente sea siempre insincero – esto es, adulterado por adherencias ajenas -, inauténtico.

Dejó el vaso y el pensamiento casi intactos sobre la barra junto a unas monedas. Ya no llovía, pero había refrescado notablemente. Mientras salía del bar, el Atlético marcó un gol. Se giró para mirar al hombre. Estaba quieto. Pensó que ya no le quedaban fuerzas o ganas o lo que fuese para ejercer esas alegrías instantáneas y fútiles.

***

Hacía tanto que había llegado a España, que ya no recordaba otro pasado que aquel (aquellos) asociado(s) a esa tierra. Pronto había adoptado el acento, para confundirse definitivamente en aquel lugar que, se le hacía, no dejaba de tener mucho de lo que había dejado atrás. Algo que, en definitiva, le había facilitado el trámite de asimilación, de camuflaje; necesario para quien venía huyendo de unas palabras, o de la posibilidad de que se concretaran – en suma, intentando crear las circunstancias que hicieran imposible o inverosímil el regreso.

Pero la distancia física con el lugar no resultó ser suficiente. Por ello comenzó esa serie de metamorfosis: había conjeturado que, si excluía la posibilidad de ser él mismo, quedaría invalidad la posibilidad de volver. De ahí las historias, las identidades. Pero, piensa ahora, quizás volver no era lo que él había creído que era.

El frío lo empujó a una librería de viejo. Una estufa con dos resistencias enrojecidas calentaba inconcebiblemente el lugar. José María caminó entre las desordenadas estanterías y pilas de libros dispuestas en el piso. Cogió un librito breve. Para justificarse. No miró ni el título ni el autor. Estaba en inglés. Era de poesía. Al margen de casi todos los textos había anotaciones en una caligrafía cuidadosa. Dos le llamaron la atención:

I could just avoid the small words, you know,

those that say past or promises, so many

times involuntary, like breathing or believing

that Blue Moon on the third race will save me

for good… (página 37)

I didn’t love my life, you know that

even better than myself, but

I’m a coward. That is, I struggle

to persist, as if there was meaning, an end… (página 53)

José María, o Rodrigo, se preguntó quién habría escrito aquellas confesiones o, puesto que el destinatario evidentemente ya las conocía, esas tautologías. ¿A quién estarían dirigidas? ¿A la persona que ni siquiera estimó necesario conservar el librito aquél? ¿O fue el propio autor el que se deshizo del libro aún antes de obsequiarlo?

Pronto perdió interés en esas cuestiones triviales que igualmente habrían de quedar inexorablemente sin respuesta, y concluyó que había varias formas de negarse a sí mismo; una de ellas era la que él practicaba, disolviéndose en representaciones a través de las cuales esperaba – había esperado – multiplicar los futuros, los desenlaces posibles, es decir, de abolir todo destino. Pero esa multiplicación de posibilidades lo había traicionado: siempre se encontraba con la sombra de Sausalito, o, más bien, de las palabras allí pronunciadas; siempre volviendo a un ánimo del que nunca, estuvo seguro, había salido; porque, cayó en la cuenta, un lugar no está únicamente en unas coordenadas dadas. De hecho, lo que allí hay es apenas el sustrato para que se establezca algo que se parece más a un ánimo, un espíritu, a una suerte colectiva que lo elige a uno a uno a través de vaya a saber qué procedimiento – imaginó una suerte de lotería babilónica a través de cuyas suertes tomo comienza a existir.

***

Rodrigo había sido el nombre de uno que había pasado por Sausalito cuando era niño. Decían que había estafado a unos cuantos en Villegas y que andaba escapando. Luego dijeron que había matado a uno en Santa Rosa. A él, el nombre, o, más bien, cómo lo pronunciaban los mayores, lo espantaba más que las cosas que decían de Rodrigo.

Antes de ese, había usurpado otros nombres, pero las historias a las que los había atado le habían resultado inútiles o lo habían hastiado muy pronto. Benito había sido el anterior. ¿O el antepenúltimo? Acaso, incluso, anterior. Lo recordaba ahora con ese cariño que la nostalgia valida, y como a alguien ajeno a él; alguien real que había conocido mucho tiempo atrás. Ahora recordaba; ese nombre lo había utilizado en Lisboa. Fue su segunda identidad apócrifa, la primera en Europa.

Se detuvo a observar una de esas escenas con que las que las ciudades rellenan los instantes. Un hombre le recriminaba a una gitana el incumplimiento del futuro que le había adivinado.

– Bah – dijo la mujer -, el futuro… Eso es sólo una coartada para la revancha o la redención (forma prestigiosa de la primera), pero que realmente que no es más que un cúmulo de edades, es decir, de impotencias.

– Como si me dice que el futuro es un chotis con Sara Montiel; lo mismo me da, mientras me devuelva lo que le pagué.

– No hay por qué agitarse, caballero. ¿Tiene el tique?

– Será usted…

– Ojo con lo que va a pronunciar con la boca de decir madre y pedir perdón.

– ¿Y usted qué mira? – le espetó a José María/Rodrigo, que, sonriéndole, se le acercó a la mujer

– Nada, sólo soy la excusa para que usted haga mutis por la esquina o las escaleras del metro – le respondió al hombre que ya se alejaba. Y, volviéndose a la mujer, le pidió que le leyera su futuro.

– ¿Qué quiere que le cuente? ¿Un éxito amoroso, un favor económico? – dijo la mujer, invitándolo con un gesto a sentarse a su lado en el escalón de un portal.

– Cualquier cosa – dijo José María/Rodrigo/Benito/¿?, sentándose a la derecha de la mujer. Con tal de que no la haya oído antes…

– Todo está muy visto y oído. Esta ciudad pierde imaginación cada día. Degeneración espontánea. Todo es tan igual, tan predecible. No sé cómo fallé el pronóstico que le hice al caballero ese.

– Un futuro inverosímil. Es decir, uno impecable. Eso quiero.

– Usted está pidiendo la mentira más prosaica; más… terrible.

– Exactamente.

– Entonces, qué le voy a contar que no se haya estado diciendo a usted mismo.

– Ya.

– Pero, si le sirve como consuelo, lo mismo sucede con todos los que preguntan: andan con respuestas que quieren escuchar en voz de otro, como si así las ratificaran y se eximieran, aunque sólo fuese someramente, de la responsabilidad de sus actos.

***

Para qué ir otra vez a la estación, si no sabe cómo seguirá esa historia – y, sobre todo, de qué serviría tratar de salvar lo que pudiese ser rescatado. Si ya ni siquiera está seguro de que Pelayo y Julián no sean una invención suya.

Quizás los puse impensadamente a buscarme: no a Rodrigo, sino al que aquella tarde en Sausalito todos llamaban Lando. O para que vayan componiendo el zurcido de algo que equivalga aproximadamente a Rodrigo para rescatar lo rescatable. O para reducir a Rodrigo al absurdo con el fin de demostrar su necesaria existencia – ergo, la de Lando.

Para qué ir, si a esa hora, en algún lugar de la ciudad, alguien estaba recibiendo las tablas de la ley. Trámite por cierto inútil y patético puesto que nadie le creería la intermediación; con lo que estaría condenado a recitarlas en una esquina desamparada, como Marcia, tan atinadamente, la tarde pretérita; torpe, toda llena de silencios y renuncias.

Había buscado una existencia razonable; o sea, soportable. Una con la que no fuese necesario hacer las paces a cada momento: esto es, una que impusiera su biografía de manera absoluta, que volcara la identidad del huésped a reproducirla entera, únicamente.

Quizás, caviló con resignación, habría bastado con mudar el entendimiento. Habría, habría…

Y, a esta altura, qué era lo auténtico. Qué nombre, qué idiosincrasia. Qué entendimiento.

Contra su reflejo en una vidriera, Lando se dijo que siempre le quedaba la opción de ir a lo de la Chilinga Marcia; a esa fraudulenta simetría – porque, salvo una bondad casi maternal que sólo practicaba con él (eso decía ella), y la más obvia, del nombre, no había más correspondencia con aquella Marcia casi irreal que imaginaba aún en Sausalito, con el mismo rostro y el mismo vestido. Concluyó que tal como estaban las cosas bien valía la pena.

Se alejó silbando Ne me quitte pas, preguntándose por qué le había venido esa canción a la cabeza, mientras dejaba a Rodrigo allí, como una piel vieja o un traje lleno de recuerdos y agujeros.

© Marcelo Wio

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