El vuelo de los estorninos

El vuelo de los estorninos por encima del resentimiento

de los ángeles – engordados con envanecimiento y ambrosía traficada sin disimulo –

y los dioses,

tan olvidados de las aerodinámicas maniobras de la sustentación y la temeridad. ¿Cuándo – se dicen, con ese tono y esa predisposición a no responderse – sucumbimos a esta quietud de contemplación y prosaísmo?

¿Qué es aquella coreografía desesperada? ¿Un eco o el preludio de un levantamiento? ¿O apenas efeméride -tiempo hueco en el que se incuba el final de lo que ni siquiera comenzó? La resonancia de algo así como una orden de carga – en ese aleteo y girar desesperadamente – sugería, cavilaron los dioses y sus aliados, su inexistencia. O, como mucho, la idea de que son un producto descartado de alguna creación que no llegó a ser. Pero abandonaron esos razonamientos, porque alguno llegó a decir o a pensar que ellos mismos, violando más de una ley, se crearon a sí mismos. Es decir, que no existen; que son el eco o el preludio…

Y de pronto, un sonido como de concilio de voces animales, humanas y algunas otras, que también las hay, y más numerosas – aunque ni dioses, animales o humanos sean capaces de oírlas.

¿Quién cayó en ese ruido? – interroga un dios. ¿Quién le construyó el sonido a esa eventualidad? – añade un ángel.

¿Quién te dio vela en este entierro? – otro dios al ángel, que murmura “y visto está lo funerario del ambiente”. Y, en seguida, un dios joven: ¿Cómo se desprenden las costras para fabricar un silencio que calle las insubordinaciones y las obsecuencias?

¿Cómo puede ser que aún no hayas aprendido – le dice un ángel a otro -, que ni unas ni otras son tales cosas?

Peor – otro ángel -, como todos, jamás se dará cuenta de que la categoría que creen tener es apenas eso: una ilusión.

¿Cómo la nuestra? – otro ángel

La nuestra es más ajustada a la realidad.

¿Es verosímil la existencia de una voz que formule tales rezos inconsistentes? – una voz humana. Un hombre arrodillado ante un símbolo. Creer en mí, esa tentación en la que no caigo. Otros, por lo que oigo, ceden a esa debilidad.

Tú reza y calla – un ángel que, piensa con irritada nostalgia, de recordar las técnicas vuelo y de pesar varios kilos menos, le haría una pasada rasante, como para sobresaltarlo. Después piensa en la sandez de la idea y bebe un buen trago de ambrosía de una petaca que dice “Recuerdo de otra vida, 1963”.

Así no hay manera de que sobrevenga el éxtasis, la comunión con el misterio – el hombre, asiendo los bajos de la cogulla. Abre una puerta gruesa y alta. Un resplandor blanco entra y muere en la penumbra imperecedera. El hombre sale. Frente a él, sobre los techos de tejas de barro, una bandada o varias (con los estorninos nunca se sabe) agreden la atadura terrenal del hombre. Desvía la mirada de ese espectáculo sarcástico. Y, en ese acto, sin saberlo, se alía con los dioses y ángeles a los que dedica tanta plegaria, tanta vida – si bien en sus ruegos y disciplinas reconocía una única deidad -, en ese rencor que, en realidad, es contra el malgasto de las propias existencias: esos castigos al impulso, esas rutinas de acatamiento, esas quietudes de la razón (subordinada a la extravagancia). Esa incapacidad de vuelo…

Los estorninos, a todo esto, obedeciendo a condicionamientos naturales; ignorantes de todo lo que no sean los siete vecinos a los que cada uno debe prestarle atención para no partirse el alma en pleno vuelo raudo.

Dan a completas.

¿Qué hacía en la iglesia? – un ángel a otro.

Horas extras – el interrogado.

Devoto.

De voto insistente.

¿Vuelan?

Ya no se ve nada.

Adivina, entonces: asómate a la noche como a un estanque.

Y dime, ¿qué ves?

Estorninos. Absolutos. Cubriéndolo todo: oscuridad más precisa que la de la noche o  la del párpado.

© Marcelo Wio

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