Van
como una mirada que puede ver el envés
de las cosas. Los dedos. Finos. Largos.
Blancos. Tanto que parecen llenos
de sombras azuladas – capricho del pintor.
Los dedos, sobre las techas, como borrachos,
resbalándose con la gracia de una bailarina
o la de Buster Keaton. Apenas
pulsándolas. Provocando el mecanismo,
que allí, en la entraña
de esa imposibilidad de sarcófago
que se empeña en desautorizarse,
consume la caricia para fabricar
vibración. Como la que se siente en el pecho
justo cuando una felicidad comienza
a suceder – y a concluir. Me acuerdo
de una por Juncal, casi llegando
a la plaza Vicente López. Pero no
viene a cuento.
Sus lacinias precisas, como las teclas. Y la oscilación
que le sobrevino a Bach, y tuvo a bien
reglamentar
para que ese artilugio, manipulado
con categórica y sometida entrega, la transcriba
en un idioma
tan absoluto que, por momentos, parece estar creando
todo lo demás: al propio dispositivo, a quien lo manipula
y a quienes oyen como si desearan
la concesión de un indulto, o de una suerte
particular.
Tus falanges, Glenn,
inverosímiles. Como si fueran
al fin del mundo
a encontrar su continuada impugnación; llevándome
por esa calle ensombrecida – y por tantas
otras, con más o menos luz y precipitación.
Llevándome
de la punta de la interpretación
al otro lado de esta finitud; donde hay
otra edad y otro sino. Al doblar la esquina,
al llegar empapado al portal. Allí
te vas; y me dejas en el mundo con mi nombre
y mi duda.
© Marcelo Wio
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