Una lectura de «Noches en el circo»

 

She rose to His Requirement – dropt
The Playthings of Her Life
To take the honorable Work
Of Woman, and of Wife –

Emily Dickinson

 

 

Decía Mircea Eliade (Mito y realidad) que así “como el hombre moderno se estima constituido por la Historia, el hombre de las sociedades arcaicas se declara como el resultado de cierto número de acontecimientos míticos”.

Acaso por ello mismo recurra Fevvers, esa mujer fabulosa aerealiste que creó Angela Carter – y que vaya a saber por qué imaginaba yo como una Dietrich cockney -, al mito, a sus formas para narrarse y, quizás involuntariamente, narrar a las mujeres: a fin de cuentas, son aquellos relatos arcaicos, fundacionales, los que han dado forma a – o que han ceñido como un cinturón de castidad y un cerco – la vida de las mujeres.

O tal vez porque “las verdades de peso, las más elevadas y más sagradas, sólo pueden aparecer adulteradas con una mentira, tienen que tomar prestada la fuerza de una mentira como de algo que impresiona más fuertemente a la humanidad, y deben ser presentadas por una mentira en forma de revelación”, como en Sobre la religión: Un diálogo, Arthur Schopenhauer le hacía decir a Filaletes (“el amigo de la verdad”).

Como fuere, Fevvers le cuenta su vida, o su mitología, mientras se consume 1899, a Jack Walser, periodista estadounidense que parece estar allí, más que para desenmascarar a Fevvers, para dar cuenta de sus palabras y para cumplir, a su vez, un rito de paso – él, una suerte de niño/preadolescente emocional en perpetuo viaje iniciático. Relata y se relata: su creación sobrenatural – nace de un huevo (como el Cosmos en ciertas mitologías tibetanas, una existencia antes del ser), y no de una costilla prescindible, que la haría carne, es decir, propiedad, del hombre y las consecuencias de ese origen. Y, al decir el mito en voz alta, lo afirma, lo reactualiza; y lo hace no (tanto) por orgullo, aunque sus palabras y sus formas puedan conducir a postular tal dictamen, sino antes bien por algo que Eliade recuperaba de Freud: la beatitud del “origen”, de los “comienzos” del ser humano, de la primera infancia, hace que “el retorno individual al origen se conciba como una posibilidad de renovar y de regenerar la existencia del que lo hace”, que vive en el tiempo en que toca pagar por aquel pecado original que pesa como nadie sobre la mujer.

Además, a medida que la narración trascurre, ese mito o esa ficción convierte en personajes a todos: una suerte de prisioneros de su palabra; ella, la primera. Un relato que se desborda y que, como en aquel aprendiz de mago de la película Fantasía, de Walt Disney, adquiere vida propia y obra por sí mismo, llevándolos a todos al centro mismo del mito: a la cueva, a la creencia elemental que ocupa el lugar de la razón. Desde un teatro en Londres hacia San Petersburgo, primero, contratada por un circo, hasta Siberia, finalmente – donde se desbanda el circo y los disfraces emocionales y totémicos -, recorre el camino inverso de la evolución antropológica (se emancipan los monos circenses que buscan el conocimiento intelectual, mientras los humanos se sumergen en el embrutecimiento y en el rito como explicación y realidad): un retorno al origen, a lo primitivo, que no es ritual, sino real. Acaso sea esa la única manera de recomenzar a partir de la elección de posibilidades antes descartadas.

De la misma manera en que quizás se la única manera de decirse como un personaje de circo, de teatro. Porque, tal como señalaba Martha Nussbaum – The Professor of Parody (The New Republic Online, 2000) -, quien más, quien menos, todas las mujeres son prisioneras de estructuras de poder que han definido su propia identidad como mujeres; y es posible que nunca puedan cambiarse dichas estructuras en su totalidad, que las mujeres puedan escapar de ellas, con lo que todo lo que pueden hacer es encontrar espacios dentro de esas estructuras para parodiarlas, para transgredirlas discursivamente.

 

Génesis

 

En todo esto, Mignon desempeñaba la función de la mujer: causa de discordia entre los hombres. ¿De qué otro modo podría desempeñar, en la vida de estos hombres, un papel verdadero?”, Angela Carter, Noches en el circo

 

“Entonces [Adán] exclamó: «Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Se llamará mujer» …”. (Génesis 2:23)

Esta es mía, dice Adán. Me pertenece intrínsecamente: de mi ser arrancada para acompañarme. Pero la mujer elige el conocimiento, la experiencia por sobre ese discurrir inane, esa inconsciencia esclava: la mujer elige la conciencia frente a la alucinada flotación vital. Entonces, la condena. Y, como decía John Berger (Modos de ver), “se culpa a la mujer y se la condena a estar al servicio del hombre. Con relación a la mujer, el hombre se convierte en agente de Dios”.

 

 

Fevvers. Ilustración de Merle Hunt.

 

Fevvers reformula su propia génesis: desde su concepción por medio de un huevo; hasta la conciencia de sus alas y su presente de atracción, de rareza que se expone a la mirada del público, cuenta el pasaje de la niñez a la madurez, del prostíbulo de la madama Nelson (figura materna, protectora) como la Victoria Alada de Samotracia, al de la siniestra madama Schreck (la mujer devenida en agente del hombre) donde se convierte en la Muerte Protectora (papel o interpretación otorgada por la visión masculina)– de la inocencia de un objeto meramente decorativo, a la sordidez de un objeto en el que la mirada (que otorga valor al objeto contemplado) ya no se contenta sin la intervención del tacto, del sexo, sino que precisa de la posesión: ya mujer, sometida a la obediencia debida al hombre, una sumisión sin cuestionamiento, una sonrisa agradecida entre las piernas abiertas.

Más, en realidad, ella siempre es la misma, lo único que cambia es su cuerpo (como toda biología) y, fundamentalmente, la mirada que se posa sobre ella y la perversión con que ésta la transforma en el objeto preciso para sus fines.

Mientras la miran surcar los cielos breves de los teatros, del circo, Fevvers hace en realidad equilibrios en el litoral de las existencias con la intención de inventar supervivencias, y, si eso, inscribirse de hecho en el centro de las cosas, de las corrientes, donde las crecidas apenas si se notan como un incremento del privilegio o el prestigio; no como en los márgenes, donde queda la miseria aumentada: la mujer sin el salvoconducto de la admiración, y donde, como decía John Berger, “se miran a sí mismas siendo miradas. Esto determina no sólo la mayoría de relaciones entre hombres y mujeres, sino también la relación de las mujeres consigo mismas. La supervisora que las mujeres llevan dentro de sí, es masculina; la supervisada, femenina” – como la ejercida más ampliamente por Nelson, Schreck, Olga Alexandrova (guardiana de una prisión panóptica aislada, donde busca, masculinamente, como observadora, su redención a través del castigo de las mujeres allí encarceladas).

Pero no, no sólo mito. O invención lo que relata Fevver. Sino que cuenta la historia de la mujer. O el papel que se le ha asignado. Lo recuenta ella, que desciende de Eva y Lilith y Pandora y de Adela o Ana o el nombre que sea, es decir, de la mirada que “crea” en cada momento ese molde, ese papel; ese encierro libre (dentro de sí mismas, vigilando el acatamiento de su función establecida), donde, como decía Chimamanda Ngozi Adichie (Todos tendríamos que ser feministas), se cría a las niñas para que estén al servicio de los frágiles egos masculinos.

No, no es sólo mito. Incluso, en el fondo tal vez sólo sea una apología de subsistencia femenina. Y no sólo de Fevvers. Porque las mujeres de la novela de Carter parecen una suerte de Sheherezades involuntarias, inconscientes, que cuentan con sus voces y, sobre todo, con sus cuerpos, las historias que los ojos masculinos quieren oír y ver (y sobre las que quieren intervenir con esa urgencia sucinta de los enviones y arremetidas) .

 

© Marcelo Wio

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