Se le aparece Dios. No, muy trillado. Y uno no es Ingmar. No, no se le aparece nadie. Está solo en su piso (salón-comedor minúsculo, una habitación ajustada a la cama; baño y cocina funcionales; y ocupando las todas las paredes, estanterías con libros que nunca leyó ni tiene la intención de hacerlo: sencillamente le gusta cómo queda la composición; y, cree, retienen el calor). Está sentado. No, de pie. Ante a una ventana que da a la Avenida de los Toreros. No, a la calle Bailén. O a la vía Portuense. No importa a dónde da, porque sólo se ve el interior del piso. De pie, pues. Una taza de café en la mano. Mejor una copa de vino. No, mejor aún, un vaso de algo que evidentemente (¿cómo se evidencia esto?) tiene un generoso contenido alcohólico. Mira sin mirar. ¿Y si observara a alguna vecina? No, muy trillado lo del inane voyerismo; y lo suyo, en ese momento, va por el lado de la introspección. La mirada, entonces, anda por donde anda, al revoleo, sin asidero, a falta de darle mejor uso en tales circunstancias. Fuma. No. Es un recurso manido (y enseguida uno se tienta con decir algo como que “el humo imita odaliscas” o alguna otra burrada por el estilo en las que, me conozco, incurro con una facilidad aterradora). Está descalzo. Eso sí. Por una foto de John Cheever (está sentado en un sillón, en jeans y camisa, una pierna cruzada sobre la otra, descalzo) – como si hubiera que andar adhiriéndole explicaciones a las acciones más triviales. De pie. Como ya apuntara. Bien, entonces, qué más. Atardecer… No, sobre las tres de la tarde. Nublado. Nubes densas, groseras y algunas de esas estrafalarias que parecen pertenecer a otro clima. Las luces del piso están apagadas. No, hay una lámpara encendida del lado opuesto de la ventana, en una mesita que hay contra una esquina: la luz amarillenta, chata y restringida se refleja apenas en la ventana, excedida por a la luminosidad de un blanco sucio, telúrico, que entra por esa abertura sin impulso y sólo llega a arrastrarse unos pocos metros, como las miradas pobres ante una vidriera. Él es a apenas un contorno, la representación de la probabilidad de una presencia en ese espacio. El cuerpo afinado, atenuado. Como entregado a una inevitabilidad. Digamos que no parece estar pensando, porque toda esa metafísica o lo que sea que siempre viene adherido a lo que sugiere el verbo en cuestión, no sólo es pedante, sino conjetural. Como mucho, podría estar recriminándose alguna cuestión pedestre. Pero sin el énfasis que sigue a las meditaciones inmediatamente posteriores a la consumación de una chambonada. Lo más que puede llegar a asegurarse, o postularse, es que está allí, inmóvil. Sabemos… No, no sabemos nada. Pronto sabremos que… ¿Qué? No, nada de eso; todo tiene que limitarse a ese instante, a esa instantánea; el resto pertenece a algo de lo que no participamos – ni participaremos: porque, seamos sinceros, toda la circunstancia es de lo más banal, común, vacua; además, un tipo que tiene libros como meros elementos de interiorismo (los lomos iguales delatan una de esas colecciones de tapa dura que falsean prestigio y antigüedad; inmaculados) no puede provocar un interés más allá del capricho momentáneo de describirlo, dibujarlo (contornearlo, bosquejarlo, más bien), de imaginarle alguna emoción, alguna disquisición o encrucijada leves. Es apenas una intimidad como las muchas en las que nos vemos obligados o tentados a alojarnos más a menudo de lo que nos gustaría. Y el entrometimiento en las ajenas nos ayuda a pensar que vamos evitando las que nos corresponden o que, al menos, las sorteamos sin advertirlas. Si no, a santo de qué iba a andar uno entrando en esas ajenidades insustanciales y multiplicándolas en un texto que huye sin moverse de sitio. Tan descalzo como el hombre. Como las palabras que lo revelan, que pretenden que lo hacen existir más allá de sí, en blanco y negro.
© Marcelo Wio
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