Un desenlace posible

Oía las sirenas de los barcos como si fuesen un reloj que marcaba unas horas extrañas. La habitación era un rectángulo angosto, con piso y cielo raso de madera (como un reflejo burdo); las paredes de un marrrón amarillento. En la pared de la derecha, al lado de la cama de madera que crujía al meno movimiento – que ocupaba un vértice del rectángulo -, un cuadro de unas flores y un prado; en el lado opuesto, una ventana alta y ancha , que daba a un patio trasero, donde se almacenaban olvídos, porquerías. Ventana que, por esas benevolencias que a veces suelen ofrecer ciertas negligencias, estaba sucia, imposibilitando así una mirada inteligible de aquel sumario de derrotas. En el extremo opuesto al de la cama, cerca de la ventana, un sillón verde.

Álvaro fumaba, sentado en el sillón.La mirada perdida en una de las paredes. A sus pies, una vieja revista Life. Y pensaba su próximo paso. De la misma manera en que había meditado aquél que lo había llevado hasta ahí, de todos los anteriores: como si no tuviesen nada que ver con él, con su destino; como una abstracción con la que se juegan posibilidades inofensivas sobre lo que nunca sucederá. Así, siemplemente tocaba la sustancia errática de una decisión, pero sin llegar a asirla y darle la forma de una resolución.

No tardarían en llegar. A fin de cuentas, no había hecho mucho por cubrir el rastro de sus andaduras. Pensó, allí sentado, si acaso no estaba siempre esperando que lo alcanzaran, que dieran con él: que ellos decidan, terminar con aquel diferimiento en el que él terminaba por resolver emprender la siguiente etapa de una fuga que lo ofrecía más compensación que la libertad de estar encerrado en cuartitos como aquél. Pensó que probablemente era una de esas personas a le das un triunfo, y la descolocas; fuera de la región del fracaso, vagan como perdidas. A fin de cuentas, su abuelo Eliseu, un apólogo del fracaso, le había metido en la cabeza eso de que sólo las derrrotas generaban anécdotas dignas de ser contadas, y una vida que merece la pena ser narrada, merece, pues, la pena, ser vivida. Las victorias, decía el abuelo Eliseu, tienen poca sustancia para la narración. Y así, condicionaba a unas generaciones de la familia a transitar un derrotero muy particular.

Pero claro, siempre es más fácil buscar responsabilidades en el pasado, lejos de las propias decisiones.

Como fuese, lo único que contaba ahora era el presente y, acaso, el futuro inmediato. Y en ese sentido, Álvaro no entendía cómo no habían dado con él. ¿O era que ya no importaba? ¿O que nunca había importado del todo, y le habían encargado su captura a un equipo de ineptos? ¿O acaso, ya no había nadie siguiéndolo, excepto sus propios temores; perseguidores implacables, que nunca terminan de dar caza? Igualmente, poco importaba que entendiera o no. Que lo seguían era un hecho. Joao había caído – como él, había supuesto que ya no los seguían, que había transcurrido demasiado tiempo para sostener una inquina y una orden así – en Biarritz, en un hostal igual que ese en el que ahora estaba – acaso la pared ofreciera un color levemente distinto, la cama chillara metal, la ventana estuviere menos sucia y ofreciera unas vistas a un rejunte de tablas, lonas, latas oxidadas y vestigios de nada evidente. De eso, ya hacían cuanto menos dos años: salían del hostal. Era de noche. Había, incluso, una neblina. Todo ello los había animado a abandonar el hostal, a caminar un poco para estirar las piernas. El balazo no sonó sino hasta que Joao hubo caído, seco, sin ruido, como si alguien se hubiese desnudado y tirado la ropa. Álvaro reaccionó sin saber cómo. Corrió hasta un callejón y de de allí maniobró una huida sin plan, desesperada, queriendo comprender cómo, por qué; es decir, como si recién ahora cayera en la cuenta de que los seguían.

Se puso de pie. Se dirigió a la ventana. Tuvo que maniobrar un buen rato para poder abrirla. El aire frío lo golpeó como si lo hubiese estado esperando mucho tiempo, creciendo broncas. El patio tenía una única salida: hacia un pasaje que parecía alejarse de la calle a la que daba la entrada del hostal. Si saltaba, caería en manchón de tierra mojada; era una caída breve, segura. Si lo pensaba un segundo más, se quedaría sentado en el sillón esperando un movimiento ajeno. Se giró, guardó la poca ropa y la revista en un macuto viejo pero en buenas condiciones. Se puso el abrigo y guardó los cigarrillos y la cajetilla de fósforos en el bolsillo interno. Una última mirada para corroborar que no se olvidaba nada que pudiera serle útil – y sobre todo, que pudiera serle de utilidad a sus perseguidores -. Por fin saltó. La caída era, efectivamente, breve. Pero no había calculado que los años alargan esas distancias y endurecen las articulaciones. No llegó a torcerse el tobillo izquierdo, pero sintió una punzada que le llegó hasta la ingle. Columbró que algo se había roto o, cuanto menos, fisurado. Que en un rato comenzaría a sentir la replica de ese instante, de manera aumentada. Se dirigió a la salida, aprovechando ese resto de adrenalina o lo que fuese que lo había llevado a saltar, y tomó por el pasaje que recorría patios traseros que eran como ofrendas al abandono, obras del olvido más deprimiente. Caminó rápido. No sentía ningún dolor. Tal vez sólo hubiese sido una punzada, un mal apoyo. Nada más. Un fino calabobos parecía flotar con saña: cada gota ejerciendo varias veces su agobio.

Comenzó a correr sin saber por qué, quizás con el ánimo inconsciente de romper la tela de la circunstancia. Corría sin saber, claro está, hacia dónde iba. Nunca lo había sabido: sólo corría en la dirección que creía que lo alejaba de aquella que, presuponía, presentía, seguían sus perseguidores. Sólo que esta vez, no había intuición, no había indicios de seguimiento. Se había anticipado. No corría delante de nadie más que de sí. Llegó a una calle secundaria. Algunos coches estacionados. Un par de perros ladrándole. Las cortinas quietas en la ventana. Dobló a la derecha y comenzó a caminar normalmente. Sintió que el tobillo le latía suavemente: una suerte de calor en ondas que chocaban contra los tegumentos.

Caminaba y pensaba que al actuar, al decidir ese salto (sintió un reflejo de la punzada en el tobillo, que estaba hinchándose rápidamente), se había decidido: aún sin forma, sin contenido. Al menos se había hurtado de esa coyuntura en la que sólo era el reflejo (necesario y obvio) de la otra parte, la perseguidora. Ahora, independiente de una acción externa, precisa un deseo para ser otra cosa que esa imagen reflejada: perseguido. Todo este batiburillo iba pensando Álvaro, sin saber qué, de dónde le venían esas ideas que no reconocía. Pero caminaba ligero – el tobillo, un dolor que ya no se disimulaba, y que, paradójicamente, lo empujaba a apurar el paso -, y no podía parar de pensar (o acaso ver, como un espectador) esas ideas, de pensar que comenzar a desear ahora era inútil, qué iba a desear, y que, a fin de cuentas, desear era sucumbir a la aspiración de no alcanzar nunca lo anhelado: es decir, convertirse en un perseguidor; es decir, no cambiar absolutamente nada. En eso andaba andando Álvaro, olvidado de sí. Diciéndose: linda charla para una sobremesa de domingo con el cuñado de alguien. Pero Joao es una realidad sin sobremesa ni atenuante. El balazo que dio en la pared, justo encima de su cabeza, en Segovia, había sido una realidad incontestable. Y aún así, no podía parar de conjuntar esas palabras, de componer esos pensamientos. Se dio cuenta que transpiraba copiosamente por un golpe de viento frío que subió del mar.

Álvaro.

La voz procedía de un lateral de la calle. Voz y conminación sin histrionismos: la orden de detenerse se sobreentendía en el tono tajante, como uno de esos balazos pretéritos.

Una figura se hizo evidente, en la acera de enfrente, sentada sobre el capó de un viejo Opel.

Te has descuidado últimamente, Álvaro… – no había sarcasmo en la entonación; sólo constatación , y algo de lástima -. No te imaginas la de veces que te he tenido a tiro en Hamburgo o Copenhagen… Pero quería ver qué hacías; aún no había decido si interpretabas una nueva estrategia o te habías entregado a una inercia de cansancios y despistes. Supe que era lo segundo en Caen: firmaste el registro con tu nombre, aceptaste una habitación cuya ventana esta muy a la vista de cualquiera y, encima, no hiciste nada por ocultarte. Y ahora… Ese salto de otra vida… Tan estúpido, tan inútil. Esta caminata que ibas componiendo como poseído, errático…

Pues aquí me tienes…

¿Qué mérito tiene que aquí te tenga, como dices? ¿Qué sentido, si ya no eres aquella amenaza o lo que hubieras sido?

No había rastro de prepotencia ni en la voz ni en los gestos de aquella figura. Antes bien, un cierto desaliento. Los interrogantes no eran para Álvaro; el tipo intentaba decidir qué hacer, más que constatar la conducta de Álvaro. Pero no estaba en él tomar una determinación sobre aquello: condonar o no la sentencia remota. Pero a esta altura, su obdiencia ya no era inalterable, ni mucho menos: la lealtad, a fin de cuentas, terminaba siendo con uno mismo – o, más bien, y aunque no era creyente, el tipo quería sumar algunos actos que, llegado el caso, le brindaran la posibilidad de reducir la pena o lo que fuere -.

¿Fuiste tú el que mató a Joao? – interrumpió sus cálculos Álvaro.

No. Fue mi compañero. Mario. Yo te disparé en Segovia. Y fallé.

¿Dónde está tu compañero?

Muerto. Cáncer de páncreas.
¿Qué hacemos? – preguntó Álvaro por reconducir aquella situación.

Por lo pronto, buscar un bar para escaparle a este clima de mierda.

Caminaron en silencio, uno al lado del otro un par de calles hasta que dieron con un bar sin más decoración que la barra de madera, unas mesas y unas sillas, y lo único relevante: cerveza y algo de calor . El tobillo de Álvaro, a esa altura, era una deformidad irreconocible. Pero apenas le dolía.

Ya sentados a una mesa al fondo del local, cada uno con una buena pinta de cerveza y un cigarrillo encendido, el tipo dijo: En este bar empezó a morir Dylan Thomas.

Pensé que había muerto en Nueva York – repuso Álvaro, sin mucho interés.

Sí, claro, allí murió. Aquí comenzó esa muerte que se consumó allí. Aquí, en este bar, tomó su primer whisky.

No sabía.

Ni yo. Pero bien podría ser. El hecho de que estemos en Swansee ya aumenta en mucho las probabilidades que así fuese. Así que, puestos a hablar de algo, por qué no empezar una mitología que nos vincule de otra manera que no sea con los papeles reiterados que hemos obedecido hasta ahora.

Tiene razón. ¿Por qué no? De hecho, creo pasamos frente a las oficinas del diario en el que trabajó un tiempo…

Pues eso. Dos tipos en el bar en el que Thomas comenzó a finalizar. No está mal como principio.

Tampoco como final.

Cierto.

¿Y ahora, qué hacemos?

Nada. ¿Qué vamos a hacer? Nos terminamos la cerveza y cada uno por su lado.

Qué sé yo… Tendrá que probar que me liquidó, o algo por el estilo.

No me sea peliculero, Álvaro. Esto no funciona así.

¿Y cómo funciona?

Pues si le soy sincero, no lo sé. Esto es un rebusque. Necesitaba dinero extra, y un cuñado me ofreció el trabajo.
Siempre hay un cuñado.

Sí. Son una suerte de intermediarios. A saber qué haríamos sin ellos y sus intercesiones e industrias.

Entonces, ¿a qué se dedicaba usted?

Aún me dedico. Verdulero. Aquí donde me ve, lo mío son guacamoles, los cebollinos…

Y los tiros…

El tiro, en todo caso.

¿Uno solo?

Sí. Y encima lo erré.

Menos mal.

Sí. No sé cómo habría hecho para seguir siendo yo.

Yo tampoco.

Usted lo habría tenido más complicado.

Imposible.

¿Otra? – señaló su vaso, que dejaba ver la red aleatoria que había ido componiendo la espuma en su descenso.

Claro. Esta por Thomas.

And death shall have no dominion.

© Marcelo Wio

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