El de las 357 va a la deriva, dijo Lautaro Zochi, el botones, apoyándose en el mármol del mostrador de recepción. Siempre había uno como el de la 357: llegaban por trabajo, adustos, correctos, como si nunca se hubiesen manchado ni los zapatos. Casados. Con ese aire de respetabilidad que se aprende en los anuncios de las revistas que sólo parecen existir en las salas de espera.
Es la habitación es, está maldita, dijo Manuel Fernández, uno de los mozos del bar del hotel, que siempre andaba dando vueltas.
No diga pelotudeces, hombre, intervino Adalberto Alfieri, el encargado de recepción del turno de noche. El tipo de la 357 no está acosado por sombras o voces, sencillamente se ha entusiasmado con una de un servicio de esos para… ya sabe, caballeros.
Pero es la habitación, que los aturde, los altera y tienta, insistió el gordo Fernández, por no dar el brazo a torcer.
La semana pasada fue el tipo de las 254…, comenzó a decir Alfieri.
Y uno de la 163 y otro de la 48, que sepamos, acotó Lautaro.
Como ve, Fernández, la cuestión no es ni la habitación ni embrujos ni leches. Son los hombres, Fernández. Vienen de pueblos o ciudades chicas, y aquí el cuerpo se les subleva, les recuerda biologías y cosquillas…, iba diciendo Alfieri.
Y no es únicamente cosa de hombres, metió bocado Lautaro, pensando en la mujer que hacía dos semanas había ocupado la 811.
Claro que no, dijo Alfieri. Una vez aquí, los que no están acostumbrados a las… ofertas de la ciudad, a sus extroversiones y al anonimato que ofrece – con el añadido de que además en casa andan reteniendo ímpetus -, pues se dejan disuadir por la oportunidad o, simplemente, se entregan conscientemente.
Mientras los tres agotaban la conversación, Teresa Mariani, viuda de Torrens, habitual en el vestíbulo del hotel – en el que viene alargando su estadía desde hace años -, pasó de camino a su habitual sofá de mimbre en uno de los rincones, desde el buscará y rebuscará, como cada día, con la vista.
¿Esperará a alguien?, le preguntó al principio, cuando la mujer ya daba indicación de perpetuar su estancia, a Alfieri, la sommelier, Margarita Ruppert.
A nadie. Busca a alguien a quien aplicarle el diagnóstico de la suspicacia maliciosa de su mirada, le había respondido entonces Alfieri. Pero esa respuesta, presentía, estaba cargada de errata. Teresa, creía Alfieri, en silencio, esperaba algo, más que a alguien.
Teresa se sentaba en el sofá cuando Clara Ibáñez entraba por la puerta principal del hotel. Alfieri la vio y miró su reloj. Ya era esa hora del día. Clara venía a relevarlo.
La encargada de recepción del turno de día, mientras se aceraba al mostrador, le echó una mirada inquisitiva a Manuel Fernández, a la vez que hacía un gesto hacia arriba con la cabeza y se señalaba el reloj con el dedo índice; y cuando estuvo a su altura, explicitó lo que parecía no precisar aclaración: Buenos días, soltó dirigiéndose a todos, y rapidito agregó: ¿Ya subió, Fernández? Clara creía firmemente que la mente del gordo andaba a ralentí, en el mejor de los casos, y que a los gestos había que acompañarlos obligadamente de palabras y viceversa: muchos signos necesitaba el mozo para descodificar un breve significado, columbraba Clara.
Uy, no, respondió Fernández, y salió pitando hacia el bar-restaurante del hotel.
En la 314 hay un tipo – Filiberto Manrique Esparza – que está creando un sistema alucinado de referencias con ánimo de refutación. Esa fue la explicación primera que el hombre le ofreció a Lautaro, hace años, cuando recién llegó al hotel.
Fernández pasó con una bandeja de aluminio brillante, cubierta con una tapa convexa, hacia el ascensor. Alfieri, que se estaba yendo, pensó que acaso Teresa esperara el resultado del denuedo del hombre.
Manrique Esparza había empezado intentando escribir o definir, de componer lo que él llamaba un tratado de la realidad, partiendo de lo general, con el ánimo de ir compendiándolo, reduciéndolo todo en un punto o nudo cada vez más pequeño (en el que acorralar a la realidad, y domeñarla); hasta que sólo haya una única memoria de un único suceso, que es lo mismo que decir, hasta que no haya ninguna memoria.
Apenas duerme, Manrique Esparza, en su desesperación por abarcar todos los hechos y versionarlos y transformarlos, y versionar a su vez las variaciones. Envía febriles e ininteligibles cartas a periódicos y revistas con la idea y la esperanza de que éstos inunden el mundo con sus adulteraciones – crear un caudal inacabable de alucinaciones, dice -, con el fin de abolir cada suceso con las falsificaciones, y a éstas, consigo mismas: anular la historia, que nada sea cierto, que nada sea falso. Que nada sea. Anulada la historia, convertidos los hechos en un único suceso, o esencia, más bien, se anula el pasado y el futuro; es decir, se establece la eternidad, le explicó una vuelta a Lautaro. Todos igualados en una misma memoria, todos somos inmortales.
Jamás abandona el cuarto. Asegura que hay una conspiración para acabar con su trabajo; con él. Confabulación de religiones y sectas y logias y poderes, que ven peligrar la impostura de un dios, de un creador, de un coreógrafo de ánimos, dice – Clara conjetura que el tipo debe creer, en realidad, que la conjura la comanda el mismísimo dios; pero que una rendija de lucidez le recomienda no declararlo -; puesto que él quiere regalarle a la humanidad la inmortalidad verdadera: aquella que se basa en la ausencia de memoria. Sólo tiene contacto directo con Fernández, cuando éste le lleva el almuerzo y la cena; y con Lautaro, cuando le solicita algún recado – principalmente, la compra de papel, sobres y bolígrafos, periódicos, libros de historia; el envío de cartas; el cobro de su pensión -.
Tal vez todos esperemos el triunfo de los esfuerzos de Filiberto Manrique Esparza, pensó Alfieri, sin saber por qué, mientras abría la puerta para abandonar el hotel. No había andado más de dos o tres calles, cuando Alfieri cayó en la cuenta de que Teresa y Filiberto Manrique Esparza habían llegado al mismo tiempo al hotel – uno o dos días de diferencia, tal vez -. Columbró que ninguno de los nombres era verdadero. Que acaso ninguna de las historias y los silencios, contaba una verdad. Pero no supo qué relevancia tenía aquella sospecha súbita, o si sólo era una manera de evadir otra suposición, terriblemente veraz.
Cómo… Si yo tan sólo quería componer un tratado sobre la realidad – sobre los engranajes precisos de la existencia, de lo concreto -, acercarme al hecho primigenio con ánimo de asombro, dice el hombre que se llama igual que su padre – Filiberto Manrique Esparza -, ante el escritorio breve de la habitación 314. Ahora comprendía, con horror – pero sin arrepentimiento – sentimiento inútil a esa altura -, que acaso todo tratado llevado hasta sus últimas consecuencias, termina por anular aquello que aborda. A fin de cuentas, meditó con sinceridad (y no sin cierto orgullo) nadie emprende la tarea de confecionar un tratado sin la sutil esperanza de influir de alguna manera sobre el tema abordado, y probablementen, toda modificación sea una forma de cancelación. Muy linda explicación, se dijo, pero no resuelve nada. Nunca se resuelve nada, solo se constata el resultado, la consecuencia.
En un papel sobre el escritorio, al lado del ordenador hinchado de cables y pantallas accesorias, unas notas manuscritas, apenas legibles:
Aludir para eludir
El algoritmo debe buscar todas las publicaciones para crear variaciones de cada texto.
Crear contextos o condiciones para producir conceptos nuevos, para ampliar el sentido.
Introducir ruido para aislar el único sonido verdadero, el primero, el relevante; el necesario: escencia.
Alfieri no había andado mucho cuando, de pronto, todo se detuvo. Mas, no se paralizó, sino que siguió, pero a otra velocidad, como sin fricción, sin entusiasmo. Como una bocanada de aire le llegó la explicación de esa duda o temor recóndito que apenas había intuído hacía un instante, el entendimiento de la objetividad feroz: el entorno lo llevaría, de ahora en más, a uno; y uno era el entorno – o parte inexorable del mismo -; decidir se había perdido su significado. Todo era cierto, indudable, al punto de que no había ya causas ni consecuencias: las cosas serían (eran) sin más; ser era la explicación – y Gödel (a fin de cuentas, las paradojas son el producto de las limitaciones que el lenguaje impone a los procesos mentales, a la percepción) y tantos otros cancelados; y teorías y leyes, anuladas, obsoletas, inútiles -. Ni dioses ni números ni tiempo ni nada: Alfieri bien podía ser Lautaro o Manrique Esparza, lo mismo daba: la verdad no se diferencia de la verdad – sobre todo, cuando ésta se refiere o es propiedad de una única cosa, de un único evento. La realidad, pues, había perdido sentido: ya no se precisaba algo tan mundano, tan simplista, como tal concepto, puesto que ya no existían hechos, es decir, no había acciones… Viejo de mierda, pensó Alfieri, y maldijo la hora en que pensó en los resultados del empeño de de Marinque Esparza con benevolencia, con cierto afán. Viejo alucinado; su adicción a la fantasía y a la huída nos ha condenado a la uniformidad de la eternidad… ¿Qué carajo vamos a hacer ahora? Y, conjeturó, que ya no había vuelta atrás: si ya no existen los hechos, las acciones, el viejo no puede modificar lo que sea que ha haya hecho… Y todo tan dolorosamente comprensible, predecible… Tedioso.
© Marcelo Wio
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