Carol: elogio de la belleza

A ritmo lento de jazz, inalterable, que va diciéndose a sí mismo mientras formula un lenguaje nuevo, a la vez que enmascara la urgencia latente, va acaeciendo. Percute el metrónomo de sensaciones, todo el tiempo, tac, tac, orquestando el simposio delicado y delicioso de miradas que expresan tanto más que las palabras, que le siguen como una costumbre de reafirmación, como una inevitabilidad de disimulos: deseo sutil creciéndose, erizándose en esos gestos exactos y verosímiles con los que Cate Blanchett y Rooney Mara componen un espejo tan acabado de la realidad que ya no se sabe cuál es el reflejo; al punto, que termina por desaparece el espejo.

Se detiene la cámara en los ojos, las manos, los labios, el rostro, elementos fundamentales de la belleza que, además, son vehículos de significantes; resaltándolos en planos que van componiendo las claves del desenlace, como si se siguiera un mapa existencialista y detallista: secuencia sugestiva de ánimos precisos que insinúan más que lo que las palabras retienen, como un huir buscándose en los destinos convergentes o lo que sea esa negativa a plegarse al pragmatismo surgido del desasosiego de vivir horas impuestas, de obligarse a no sucumbir al asombro de las propias sensaciones y sensualismos.

Vaivén de cigarrillos y Martinis y esperas: tic tac irrevocable entre el que los gestos van urdiendo caricias, ayuntando cariños; creando el territorio definitivo para su encuentro, construyendo los teoremas que verifican la sinceridad de los afectos contra el tiempo y la ansiedad – descartando la vulgaridad de la satisfacción y la expiración de la necesidad atávica -. Abrazos de la mirada. Devoción sin histrionismos. Casi un manual de belleza, de estética; casi un viaje al origen de las emociones, del amor, de esa fascinación dérmica.

Carol tiene la virtud de ofrecer más de lo que se ve: la posibilidad de entrever nudos que van de belleza en belleza, dibujando, acaso, la más apetecible de las trampas posibles: la redención.

© Marcelo Wio

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