Trama de ánimos

Tejía. Desde que tienía uso de razón. Siempre en el banco de piedra. Junto a la fuente. Cuando llovía, sentada bajo el pórtico escueto de la iglesia. Desde que elaboró el primer recuerdo, todos han estado cosidos a una misma acción: tejer lo que le iban encargando los vecinos del pueblo. La vista observando ires y venires. Las manos diestras manejando las agujas como una segunda anatomía. Pocos reales, cada prenda: bufandas, calcetines, alguna manta, jerseys. Mas poco más hacía falta para sobrevivir esa vida sin variaciones.

Tejía sus ánimos. O, mejor dicho, los contagiaba a la prenda. Lo empezaron a notar pronto, en el pueblo: gentes habituadas a pocos hechos y a las verdades escurridizas – esas que algunos estiman como embrujos o fullerías. Niña era aún. Hicieron falta dos jerseys y un par de calcetines. Y al efecto se le rastreó la causa: sus propietarios sumaran dos más dos, que terminaba por dar el ánimo de la niña a la hora de tejer las prendas. Uno de los hombres le encargó los calcetines cuando la moza estaba afectada por una tristeza de esas que coagulan alrededor de cualquier minucia. La cuestión es que, cada vez que se ponía los calcetines, le crecía una tristeza desde los pinreles hasta el mismísimo occipucio. Y no había manera de hacer como era debido. Porque de pronto le entraban unas llantinas, que no había cómo detener. Y claro, en cuanto las sentía venir, salía pitando del campo, hacia el monte de encinas, a llorar sin testigos, ese llanto sin motivo. Y en cuanto regresaba al hogar, y se quitaba los tales calcetines, la tristeza se le escurría y se evaporaba del suelo en un visto y no visto. Dos veces sucedió tal cosa. Y no hizo falta más para explicar esa pesadumbre. A partir de entonces, comenzó a utilizar los calectines para los velorios: el más compungido del pueblo. El más afectuoso, pues, conjeturaban sus vecinos: de resueltas, el más apreciado.

Al otro hombre le tocó que le tejiera el jersey cuando la niña atravesaba un período de alegría casi extática. Cosa de las hormonas, que andaban creando mujer. Nada más ponérselo, se le implantó una felicidad adolescente. Había que verlo, cuentan, ir refiriendo burradas y risas; tonterías. Piropeando mozas. Narrando planes de lo más disparatados. Lo más chocante era que el hombre tenía sesenta años. Pero sesenta de los de antes, en un caserío en plena llanura de soledades. Sesenta contra el tiempo. Al principo pensaron que había perdido el juicio. O que había decidido gastar sus últimas vidas de tal guisa: inventándose un futuro imposible, desde un presente inverosímil. Fue su esposa la que se percató de la conexión entre comportamiento y jersey. No fueron pocos los que, luego, de tanto en tanto, le pedían prestado el jersey para ir a lucir alegrías a otros pueblos. Y, cuentan, que su mujer le obligaba a ponerselo noche sí y noche también.

La otra fue una mujer. La niña le tejió el jersey cuando atravesaba un momento de mentiras compulsivas. Mentía sin saber por qué mentía, ni, las más de las veces, sin saber que lo hacía. Así pues, la mujer en cuestión, en cuanto se ponía el jersey, comenzaba a contar unos embustes que ni queriendo había manera de creerse: todos se conocían allí. Todo se sabía – a veces, incluso antes de que sucediera. Enseguida se dieron cuenta los dos primeros damnificados. Pero la dejaron seguir un rato más. Por ver qué otros enredos fabricaba.

Y así han ido saliendo, de las agujas de la mujer, jerseys introvertidos, arteros, maliciosos; calcetines sinceros, meditabundos. Bufandas pretensiosas, malhumoradas, optimistas. De todos los ánimos, las prendas. Todos – hombres y mujeres; ancianos y jóvenes – esperaban a que anduviese con el ánimo desinhibido para encargarle mantas para la cama. Pero rara vez salía bien la cosa (y cuando lo hacía, permanecía en el más estricto secreto de su beneficiario o beneficiaria). Porque la mujer, soltera, al leerles las intenciones, mudaba su ánimo: envidia, bronca, odio, riguroso puritanismo. Y hay que ver la de trifulcas que se armaron bajo esas mantas, hasta que los usufructuarios caían en la cuenta del contratiempo.

El último jersey que tejió, muy disminuída, muy destejida ella, fue para un hombre que al día siguiente desapareció del pueblo. Dicen que el ánimo de la mujer era el de aceptación de lo inevitable, de entendimiento, de una alegría sin aturdimientos.

 

© Marcelo Wio

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