Nathaniel y Evelyn se fueron a la cama sin interponer alegatos ni protestas. Temprano. Era la única noche del año en que los niños incluso hacían lo imposible por irse a dormir cuanto antes. O, más bien, por irse a su habitación: a susurrarse ansiedades e ilusiones. Y a contenerse: si nos levantamos a espiar nos verá y no pasará por aquí; y ese tipo de argumentos que los mantenía en sus posiciones horizontales, aunque muy movedizas.
Toda la mañana y la breve tarde habían estado anhelando noche. No se habían podido concentrar en juegos o distracciones. Estaban como intoxicados de emoción: iban y venían sin tino. Salían al jardín nevado, intentaban alguna pirueta o una construcción o algo que hiciera que el tiempo avanzara más deprisa, pero sólo conseguían frío y los gestos entre divertidos y condescendientes de sus padres.
Frente a la chimenea. Sentados sobre la alfombra. Así pasaron casi toda la tarde hasta la hora de la cena. Sus padres, en los sillones. Escuchando un programa radial tras otro: Bob Hope, Jack Benny, Fibber McGee and Molly. A ellos la ansiedad los dejaba intocados – a lo sumo, pensaba Nathaniel, sin pensarlo, les encajaba esa media sonrisa bobalicona que lo enfurecía sin saberlo. Encima, los benditos programas rebosaban Navidad por los cuatro costados; como para que un niño pudiera encontrar un territorio de tranquilidad. Todo era Santa y blanca navidad y la mar en coche. Y fuera, los pinos iluminados, y los otros niños tan agitados como Nathaniel y Evelyn, y la casa de los Hensworth que parecía pretender encarnar el espíritu de las fiestas y, sobre todo, de la perfección. Los chicos del barrio siempre habían despreciado a los niños Hensworth (Thomas, Frank y Marjorie): eran como ancianos a los que se les había concedido la oportunidad de una segunda estadía en la Tierra: pero con la mente gastada y conservadora. Eran, además, extremadamente pretensiosos. Y muy tiquismiquis. Los únicos niños del barrio que se cuidaban por no ensuciarse, por no realizar actividades que pusieran en riesgo sus integridades – y las de los demás: como madres pequeñas chillando advertencias y catástrofes y regañinas. Hacía un rato habían pasado por enésima vez, los tres, y dos primos, acompañados de papá Hensworth (Nathaniel le había escuchado a su padre decir que era “cuscucla” o algo por el estilo, y su madre había puesto cara de horror asqueado; a saber qué era eso del “cusclan” o como fuese, pero le pegaba mucho a papá Hensworth), cantando villancicos histéricos y remilgados: lo que hizo que Nathaniel, sobre todo (porque Evelyn, lo hacía más que nada, por imitación), los odiara aún más, si cabía. Se imaginó dándole una paliza a Thomas (Frank era muy pequeño; apenas 6 años; y Marjorie era una niña). Durante el resto del día, esa idea, la de Thomas boca arriba, sobre la nieve, y él sentado a horcajadas sobre su pecho mientras le propinaba una tunda, le sirvió a Nathaniel para calmar transitoria y levemente su ansiedad.
No era sólo el ansia por descubrir los regalos al pie del árbol que sus padres habían montado, como cada año, al costado de la chimenea. Había algo más. La sensación de ser víctima de un atroz engaño; de una manipulación perversa. No lo pensaba, claro está, en estos términos, de manera consciente. Pero la idea venía a ser esa: sentía algo así como una desilusión; como si alguien lo hubiese defraudado profundamente (¿Mis padres?, se preguntaba sin preguntárselo). Semanas antes, en el colegio, había escuchado algo que no había llegado a entender – porque eran los niños mayores los que hablaban, en corro, y él, claro, no formaba parte de ese grupo lejano (en edad, en distincia y en longitud sonora – esta última, ampliada por el griterío del recreo). Él mismo, y sus amigos, habían estado formulando algunas hipótesis – de manera confusa, esquiva – que no querían creer. No aún. Pero un ánimo y una sospecha innombrada se habían quedado adheridas y habían estado ejerciendo su acción durante las vacaciones. Una estafa. De los padres. Sí. No podía ser otro el caso. De los padres contra los hijos, ni más ni menos. Pero, ¿para qué? ¿Y en qué consistía? Y lo que nunca llegaba siquiera a sugerir en medio de toda aquella ideación era una palabra y todo el peso de su significado: Santa.
No le dijo nada de esto a su hermana. Un gesto noble. Y, además, no habría sabido encontrar las palabras que narraran su abatimiento, esa sospecha sin identidad; para explicar la subversión de sus emociones y las ideas inexactas que le instalaba en la cabeza con vaya a saber qué objetivo.
Nathaniel había salido temprano a la tarde a jugar un partido de football en la nieve, en el parque de la esquina. Los Henworth miraban desde detrás de unos árboles, censurando las temeridades y el lenguaje que los niños se permitían en tales circunstancias: un pretendido simulacro de adultez o madurez; probando hombrías, aventurando futuros. Leonard, el hijo de los Lippman, le preguntó en un trance del partido que qué le pasaba, que estaba tan bruto, tan innecesariamente bruto (sobre todo para un quarterback). Eres tú, que te estás afeminando, le respondió con un tono que venía ensayando desde hacía unos días, y con el que pretendía entrar en el grupo de los mayores. Luego, volviendo a casa, Nathaniel pensó que Leonard tenía razón. Lo sintió en el cuerpo, como una suerte de agujetas o ecos de golpes excesivos que no había recibido. Normalmente era de los más aguerridos. Pero sí, hoy había jugado con una cierta animosidad, como si el juego sólo fuese una excusa para dañar. Hacía unos días que sentía esa suerte de irritación – que había ido coagulando alrededor de la sospecha, de esa sensación de turbación, de decepción. Y no sabía contra quién se erigía esa aversión; así pues, la descargaba con quien tuviera a mano en cuanto ésta se le desbordaba al punto de no poder lidiar con ella.
Nada más inescrutable que aquello que quien que pretende conocerlo, lo oculta sin saber que lo hace. Pero Nathaniel no es que ocultara, es que no tenía los elementos lingüísticos ni epistemológicos para decodificar las emociones que se le habían enquistado: vida pequeña para tales incrustaciones.
Eso. Que no es poco. Eso y la sensación ilegible de tener que proteger a Evelyn. ¿De qué? De lo que fuese a partir de lo que se generase ese grumo de estados sensibles. Acaso la niña sólo fuese la representación de aquella parte, cotidiana, habitual, natural, que había sido irrumpida: Nathaniel antes de la desconfianza, de la duda sin método, sin un núcleo sólido y asequible de cuestionamientos.
Santa vendrá. Santa no vendrá si. A Santa no le gustan los niños así. A Santa le gustan los niños asá – y claro, uno no es asá en ese momento. Santa. Desde el Polo Norte. Los renos. Los duendes (esos trabajadores sin sueldo, como le había escuchado al padre de Elmore Wallace – un comunista, según su padre y el tío Horace). La lista: los niños buenos, los malos (Macartismo; la tía Caroline – enfado del tío Horace). Los regalos. Y esa alegría desbordada; exacerbada. Alegría y temor: porque hasta último momento, Santa, y su lista: porque a fin cuentas, todo en una noche, y hasta entonces, un purgatorio insoportable. Porque uno tiene que interpretar un personaje y un comportamiento inhumanos: un niño salido de un cuento imbécil, de imposibles perfecciones. Y si no comes, Santa no te traerá nada. Nada. Santa un chantajista temporal al servicio de los padres – Caroline. Si Santa esto. Si Santa, el otro. Nada de ética: mercantilismo extorsivo Caroline y feroz enfado de mi padre y el tío Horace. Si no haces los deberes, Santan no. Y ese hombre gordo, ridículamente vestido, convirtiéndose lenta e inexorablemente en una pesadilla, en un síndrome parecido al de Estocolmo.
¿Qué dices, Nathaniel?
Nada, Evelyn. Unas oraciones.
Qué pides.
Lo de siempre. Por ti, por mamá y papá. Por los abuelos. Lo de siempre.
Yo tampoco me puedo dormir.
Ya.
¿Crees que nos traerá todo lo que le pedimos?
No sé si todo. No lo creo. Pero seguramente, lo que más deseamos.
¿Tú crees?
Claro. Intenta dormirte.
No puedo.
Intenta.
Quería que su hermana le devolviese el silencio: esa región donde él y sus pensamientos – meras hilachas de ideas, apenas: una forma tormentosa de la nada. Quería que Evelyn se desligara del ámbito del nerviosismo: el repaso seguro de comportamientos, instantes, que habrían de definir el veredicto navideño de Santa.
Al rato escuchó la respiración suave y profunda de Evelyn. Le daba una sensación de tranquilidad el sueño de su hermana. Como si tuviera una cosa menos por la que preocuparse. Y sin solución de continuidad, se encontró pensando en los Chicago Bears y en Ken Kavanaugh que, por algún motivo, pasaba por su barrio y lo veía jugando al football junto a sus amigos, y se acercaba para decirle lo bien que jugaba y que quería hablar con sus padres para que dieran su consentimiento para que firmara un contrato, y de pronto jugando en el Wrigley Field y de pronto Thomas Hensworth a un costado del campo de juego, moviendo la cabeza en gesto de negación, de reprensión, y entonces él montado en su pecho dándole puñetazos en la cara.
Qué fue eso. Le pareció escuchar un rudio de papeles revueltos. Se levantó y caminó de puntillas. El pasillo estaba vacío. Se asomó por las escaleras, y el sonido se hizo evidente: papel celofán. Bajó las escaleras de madera cuidando de no pisar en las zonas delatoras que tan bien conocía. El sonido provenía del salón. Se asomó con cuidado. Sus padres envolvían regalos y los colocaban bajo el árbol. Sintió un extraño calor quemarle el rostro y los ojos y el cuero cabelludo. Todo se tiñó de rojo. Y una furia que había ido goteando ininteligiblemente, de pronto, derramada: de dentro hacia adentro.
Ni lo escucharon. Descalzo, moviendose sobre la alformbra mullida, poseído por una cólera inverosímil, cogió el atizador de la chimenea. Ni lo sintieron. La madre fue la primera en percatarse: cuando golpeó a su padre en la cabeza. Pero no atinó a hacer nada. Sólo un asombro. Una incomprensión absoluta. Y de pronto la golpeó a ella. Y luego varias veces más, en la cabeza, a cada uno. Anegado de ira. ¿Cómo habían podido hacerle aquello? ¿Por qué ese engaño; esa burla? ¿Por qué esa extorsión? Sentado sobre la alformbra. Entre sus padres.
Terminó de envolver los regalos de su hermana y los dejó debajo del árbol. Los suyos le perecían inadecuados, de otras navidades. De otra edad. Puso un par de leños para componer un fuego civilizado, hogareño. Y fue a dormirse. Quizás estuviese cayendo enfermo y todo aquello no fuese más que el truculento sueño de la fiebre.
© Marcelo Wio
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