Toca.
Como si debiera una disculpa. O una moneda que ya no vale nada.
Toca.
Para alguien que probablemente nunca haya estado del todo: siempre inalcanzable,
equívoca.
El piano contra la pared. El sonido contra la soledad. El salón contra la intemperie.
Los dedos como recorriendo un cuerpo memorizado o inventado en esa habitación con dos fotos enmarcadas, un sofá sin ánimo, una estantería con libros a los que se les han escapado los sentidos: por la única ventana.
Toca.
Para asirse. Cada contacto sucinto, una señal que regresa remedando una confirmación. Estás. Y siempre la misma confusión de rapsodias húngaras. El vasito de vino a su lado, temblando ondas mínimas.
Toca.
Y lo embadurna todo de una mezcla de tristeza y de alegría fanfarrona que eran para otra época. Para otras gentes.
Maneras, como suele decirse con la apresurada convicción de andar por casa, de enmascarar los propios sentimientos. O de imponerse tales ánimos quien no los padece o goza. Por ello, afirmará quien enarbola tales teorías, toca:
interpreta ánimos que ni así puede aprovechar; ocurren, indefectiblemente, a su alrededor: sonidos e imágenes que se deshacen aún antes de haberse constituido; aromas que son los que llenan la habitación, apenas acicalados, disimulados.
Atrapado.
En el engaño del piano como método; en el del aire vibrando como ánima, principio, condición inicial. Forzado
a ejecutar. Acaso, para encontrar, tropezar, con la combinación de notas que persista alrededor de un tono atractor como temple, idiosincrasia, continuidad: indulto;
e, in crescendo, evadirse de esa habitación, de esas fotos que no pertenecen a ningún pasado y que lo obligan, a través de un oscuro mecanismo,
a esa repetición desesperada.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion