Te miré morir

Te miré morir. Como antes te había visto gesticular elocuencias. Casi con la misma indiferente fascinación: había algo en ti, en la forma en que producías tu presencia, que me intrigaba; nunca terminé de estar seguro si era una impostura para los demás, o si la interpretabas para ti mismo. Como en tu lecho de muerte; levemente incorporado por un prolijo amontonamiento de almohadas; la sábana y la frazada firmes, estrictas, dejando al descubierto tu pecho menguado (una cruz de plata, la de siempre, asomando por la abertura menuda que dejaba el pijama), tus manos por el doblez perfecto de la impoluta sábana. Tu rostro sereno, con esa mirada sin ver que siempre tuviste (acaso porque estaba dirigida siempre hacia dentro).

Había ya la muerte en ti. Pero sumisa, como esperando tu autorización para establecerse enteramente. Te miré como te dije. Pero también con un inconfesable placer. Después de todo, esa inevitabilidad biológica desarticulaba la suerte de carácter religioso del que te habías dotado – o del que nos habías convencido (casi como si en realidad hubiéramos sido nosotros los que lo hubiésemos creado) -; en definitiva, te rebajaba a nuestra condición. Puede que hubiese un ramalazo malsano en ese sentimiento postrero. Pero no me puedes negar que había, sobre todo, fundamento en él. Estabas quieto – quizás, pienso ahora, ya había comenzado a asentarse la muerte en tus miembros (tan minúsculo tu cuerpo… con lo inabarcable que había llegado a parecer) -, tus ojos opacos como atados a un punto ubicado en la pared de enfrente, entre las fotos del bisabuelo Marcial y del tío Adriano. Por eso puse tu retrato allí.

De pronto, tus párpados temblaron apenas, como si hubiesen intentado un parpadeo, pero ya no tuviesen la fuerza para desplazar apenas esos pellejitos esa corta y lúbrica distancia. Entonces giraste apenas el rostro hacia mí y, creo que, por primera vez, observaste; que es casi como decir que admitiste una paridad. Te costó abrir la boca: los labios resecos se separaron con dificultad; la lengua, torpe, intentó decir, pero chocaba con el interior de las mejillas, el paladar, los labios, y se adhería. Me señalaste con la mirada glauca la mesilla de luz y un vaso de agua. Pero hice como que no entendía. Después de todo, esa caridad te hubiese mancillado. Lo sabías bien.

Me quedé quieto, haciendo de cuenta que intentaba descifrar ese movimiento mezquino de tus ojos. Méd…, dijiste, y la lengua claudicó contra los dientes inferiores, como una foca exánime. Pero no te diste por vencido: Méd… i… co. Te miré como si yo ya no estuviera allí. O quizás eras tú el que no estabas aun estando. Te miré sin emoción. O intentando no traducirla en un gesto, en un tic. Aún otra vez pronunciaste esa palabra junto a otra: Llam…a m..éddd… iico…  De pie, al costado de la cama te miré morir.

© Marcelo Wio

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