Sobre el Tractatus de concupiscentia

Le han adjudicado la autoría del Tractatus de concupiscentia a numerosos pensadores – incluso a un monje del siglo XIV (un siglo anterior a la publicación del mismo) -, menos a su propio autor. Acaso por inverosímil, o por el poco juego que da para las conjeturas académicas, y para aquellas más espurias y más degeneradas.

Agapito Velázquez, oriundo de Zaragoza, de oficio acemilero (practicado el tal oficio en una posada en las afueras del mencionado burgo), aprendió a leer gracias a su tozuda inquietud y al auxilio del arcipreste Anselmo Alcaraz – según relata en un opúsculo menor el propio Velázquez -, obligado, este último, a viajar asiduamente y a pernoctar en las inmediaciones de Zaragoza. Entre visitas, Agapito refiere que estudiaba por su cuenta, componiendo ayuntamientos de palabras. Rápidamente aprendió Agapito el arte de descodificar las palabras, y pasó a formular ideas.

Pero no todo era estudio teórico. Agapito observaba, casi con mentalidad científica, el ir y venir de las gentes que paraban en la posada: sus comportamientos, sus ubicaciones en la estantería social – no muy variada, por cierto. Poco a poco, sus análisis se fueron acotando, para centrarse en un grupo muy específico de personas: el que visitaba la posada entre el dies Martis y el dies Iovis – dias en los que menos pasajeros se hospedaban allí -, con ánimos de romance furtivo y engaños.

En el transcurso de siete años de observaciones, el material era abundante. A su vez, durante ese período de tiempo, su relación con el arcipreste se fue haciendo más cordial en la medida en que fueron deviniendo pares, si no en el saber, sí en el razonar. El arcipreste le facilitó el acceso – secreto, nocturno, breve, temeroso – a una serie de libros que versaban sobre el amor, los instintos y la lujuria. También pudo hojear un libro que, el arcipreste le aseguró, provenía de las Indias, y contenía el saber sobre el arte del placer: elocuentes ilustraciones que lo turbaron el resto de su vida, al punto de erigirse en causa de su muerte: en la búsqueda de conocimiento, su cuerpo fue su último campo de estudio: comprender el placer y su acción sobre el proceder de los hombres y mujeres por igual (sus mecanismos, sus emociones asociadas; el intrincado mecanismo de su poder, refractario a las razones): lo condujo a establecer relaciones crecientemente “pervertidas y claramente de inspiración diabólica, cuando no directamente confeccionada por el propio Lucifer”, con sus semejantes, según la sentencia del Tribunal de la Santa Inquisición que lo condenó a la hoguera. Poco se sabe, realmente, sobre sus experimentaciones personales. Es posible inducir que mantuvo relaciones con numerosas mujeres – casadas, solteras; jóvenes, maduras. Que era un amante excelso – disposiciones físicas, su breve contacto con lo que, se supone, es el Kama Sutra. Que acaso también haya tenido sexo con hombres. Poco más puede conjeturarse.

El arcipreste, temiendo que se lo vinculara con Agapito, escapó (con el Tractatus de concupiscentia, que Agapito no pudo ver publicado) a Francia y, posteriormente, Inglaterra, a la ciudad de Londres. Fue allí donde, durante la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial, un operario que limpiaba escombros encontró el libro envuelto en paños y en una tela de cuero gastado, débil. Lo conservó en su casa hasta que el día de su solitaria muerte dos funcionarios de los servicios sociales dieron con él y lo vendieron en el mercado negro. No se volvió a saber del libro hasta 1953, cuando tras la muerte del magnate Henry Logan III, en su mansión de la isla de Nantucket, su hermana encontró el libro y, horrorizada, pensó en quemarlo. Por fortuna, en ese momento visitaba a la familia para darle el pésame, Lionel Zilberman, profesor de Literatura Lituana de Yale, que decidió llevarlo a la Biblioteca Beinecke para que lo repararan – después de siglos y peripecias, su estado no era, ni mucho menos, bueno (a pesar de que sus páginas habían sido recorridas por apenas cinco personas).

El libro aún tuvo que soportar la embestida del macartismo – a saber cómo tales mentes se enteraron de su existencia -, que veían en él una obra del comunismo para pervertir las mentes de los estadounidenses y convertirlos en agentes transmisores de todo tipo de enfermedades. La bibliotercaria Alison Hawler lo salvó en dicha oportunidad, escondiéndolo en su casa; donde sería reencontrado por su hija, la Filósofa Evelyn Kupperwasser, que lo entregó a la Embajada española en Washington.

Actualmente el libro está en la Biblioteca de Nacional, en Madrid. Pero no está disponible ni siquiera para ser consultado por investigadores autorizados. Nadie se ha dignado a cambiar un decreto firmado por Franco, donde se prohíbe no sólo su exposición, sino también cualquier mención al libro. Pocas son las voces que pueden alzarse. Voces que, lamentablemente, no tienen ningún peso político. Así pues, y como era entonces, el libro sigue desterrado.

 

© Marcelo Wio

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