Momento Georges

Buscaba un gato. Tenía los pelos como si lo hubiese agarrado un tornado a medio camino o como si hubiese pasado cerca de un artilugio de Tesla. Decía minino y emitía esos sonidos en los que se supone duchos a los gatos – que si realmente están duchos en esos siseos y bisbiseos, la imagen de los felinos se me derrumba estrepitosamente -, a la vez que y repetía Winckler, Winckler (con un ‘pequeño cabroncete’ intercalado de tanto en tanto). Yo estaba sentado en uno de esos bancos de madera tan típicos: madera pintada de un verde dudoso y descascarado, patas y armazón metálico pintado de negro con zonas en plena concupiscencia con el oxígeno. Era el parque Luxemburgo, en París. O bien podía ser otro. Todos los parques tienen un algo muy sistematizado a esa hora en que uno no sabe bien si uno pertenece a ese instante o no.

Georges, así se presentó, ojos saltones barbita de hebras radiadas desde la barbilla como una timidez o un olvido de la maquinita de afeitar, me preguntó por su gato: refirió las señas que habrían de hacerlo un animal diferenciable. Le dije que para mí, básicamente, todos los gatos negros se parecían bastante entre sí, salvo casos excepcionales (amputaciones, colas torcidas, truncas, gordas y un etcétera no muy largo). Me explicó que el gato seguramente se había escapado de la ventana de su estudio, que da a un patio interno y que no cierra bien, pero que por esas cosas, usted me entiende, uno difiere composturas y en fin, ahora ve las consecuencias de esa negligencia. Lo peor es que siempre suelo estar allí, escribiendo o leyendo, pero no sé, me dio por ir al salón y mirar por la ventana el edificio de enfrente y sin querer me encontré imaginando las vidas de cada apartamento, de los inquilinos originales, de los propietarios transitorios, de los filamentos que son los sucesos y los objetos y que crean la presencia de los seres: referencias, coordenadas, instantes que van diciendo las palabras que nunca uno acierta o algo muy por el estilo. Creo que buscaba unas instrucciones de uso para la vida, o un método; o ellas a mí. O distraerme de lo que escribía en ese preciso momento o acaso esperaba que el gato se escapara para que me sacara de casa la urgencia de encontrarlo y llegar a este parque y decirle a usted esto que le estoy diciendo y mire si no será como le digo que por ahí detrás de ese arce o lo que sea ese árbol aparece mi gato en fin hasta luego. Y sin más se fue, Georges. Me quedé estudiando cómo el vapor salía de mi nariz y mi boca y se esfumaba y me pregunté si yo no estaría en aquel parque a esa hora tan particular para encontrarme con un tipo que buscaba un gato y que se llamaba Georges y que tenía una historia o una mentira para contarme. El por qué no tiene mucha importancia. Las preguntas, las más de las veces, me dijeron una vez en un parque, que bien pudo ser este u otro como este (es decir, cualquiera), se responden sin que uno las formule. La pregunta espanta a las certidumbres, me dijo una mujer que le tiraba migas a las palomas, que las rechazaban.

 

© Marcelo Wio

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