Se presentaba de pronto, sin avisar. Y siempre traía algo. Siempre en la misma bolsa, de lona. Marrón y verde.
Aparecía su rostro, en la ventana de la cocina, asomándose a la cotidianeidad sin modificaciones del interior. Con los nudillos menudos golpeaba el cristal. Su rostro, como si fuese una impostura de la imaginación. Madre, ¿qué haces aquí, como has venido y mira si no estamos? Tenía ganas de veros, y si no estabais me volvía como vine. En el autobús. O caminando, si hace bueno.
En su bolsa esos bollos que nadie, ni ella, sabía de dónde había salido la receta. Ella la daba, sin ocultamientos pasteleros, mostraba cómo, incluso; pero a nadie como a ella: una masa esponjosa con un regusto de limón, de vainilla y vaya a saber qué, que no le ponía, pero que igualmente tenía.
Esa tarde, su rostro enmarcado. Los nudillos llamando. Madre. Calada de agua. Sin nada en bolsa que no había traído. Madre, entra. Sécate, que te va a dar algo. Ya me ha dado, hijo. Lo que me den unas gotas será, como mucho, consuelo. Siéntate, madre. Se sentó y pareció reducirse, como si hasta ese momento hubiese podido contener lo que era, como si ahora hubiese perdido algo – que había comenzado a perder cuando tomó la decisión de aparecerse por mi casa.
Antes de esos síntomas, me había percatado yo de que algo no iba bien: ni su visita bajo la lluvia, ni ese rostro que era el suyo pero que parecía haberse quedado en otro lugar, donde era menester su presencia. Fue la bolsa, su ausencia: ella siempre traía algo.
Se lo dije. Porque no quise decirle esa disminución que había percibido cuando se sentó. Ni ese rostro que había traído a medias.
Siempre traes algo, ¿qué pasa?
Pasa. Dijo como si tuviera la esperanza de que esa palabra, esa aseveración que era la repetición de lo que yo había preguntado, pero sin interrogaciones, la eximiera de explicar: la aliviara de esa carga.
Tu hermana.
Lentamente, como si necesitara confirmarse lo que sabía. Lo que tenía que decir. Tu hermana. La menor. Atrapando aire entre frase y frase, entre cada palabra o resquicio de temperamento que encontraba para respirar, mi madre. Tu hermana. Que el marido. Y entonces su mirada me dijo que no podía decir aquello con palabras, que nos entenderíamos mejor, más a salvo, con los matices de la mirada.
La mirada decía: que el marido de tu hermana. El bruto ese. Le ha dado. Una paliza. Está, tu hermana, en el hospital. Nada grave (y esa palabra, que fue palpebral, tenía las trazas de una broma sutil, de las que uno se permite para aliviar una desgracia): una muñeca fracturada. La derecha, para más inri. Moratones por todos lados.
Vine a ti antes que a nadie. Ahora con palabras vocalizadas. Antes, sobre todo, que a tu hermano. Que ya sabes. Y bien sabes que si se entera. Lo mata.
Y entonces…
Al dolor, más dolor. Largo. De esos que suelen llamar a otros. Así pues, en estas cuestiones…
No dirás mentirle, madre.
Ocultarlo, hijo, que a veces parece que hubieras nacido ayer.
Vale, vale.
No hay, pues, mucho más que acordar a este respecto. Sólo a ti. Y a tu hermana la del medio; que la mayor lo llena todo de aspavientos y delaciones.
A padre…
Ni una palabra. Aunque esté en enterrado, el pobre.
Por muy enterrado que esté, madre; que tú le cuentas todo cuando lo visitas en el cementerio…
Ni una palabra. Que se nos aparece.
Ahora, madre. Convenido todo esto. Sabes que algo hay que hacer.
Bien lo sé. Por eso he venido a ti. Que siempre has sido más frío para las cuestiones de lo emocional.
El primo Tomás. Los primos Álvaro y Ramón. El tío Evaristo. Todos de confianza. Todos capaces de moderación cuando la sangre se sale un poco de su curso e invade los ojos.
Y la tía Amparo. Dos voces suyas detienen lo que ande precisando ser atajado.
Y ella.
Bien. ¿Cuándo?
Hoy mismo. ¿Sabes dónde está?
En el taller.
Pues nada. A la salida. Lo dejamos andar. Siempre el mismo trayecto. En cuanto doble hacia la cuesta. Entonces.
Lo justo.
Lo justo, sí. Pero no lo necesario.
Ya lo sé. Ya lo sé. Con que no pueda andar más, ya es algo.
Sí.
Y acaso, la mano buena. Que ya nunca.
Eso también.
Asintió mi madre.
Nos quedamos así, sentados ante la mesa. Sin mirarnos. Ya no llovía. Una luz temblona aparecía y desaparecía detrás de un derrotero tupido y veloz de nubes.
Vales pues. Dice ella.
Vale. Voy a buscar a los primos y a los tíos.
Yo voy al hospital.
Luego me paso por allí.
Se puso de pie. Mi madre. La figura recompuesta. Las partes reunidas en su partida.
Siempre traía algo mi madre. Siempre.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion