Se juntan

Se juntan a confundir fechas y nombres, a equivocar circunstancias y geografías; métodos sencillos para tener algo de qué hablar mientras declina el día y el pueblo. Allí, alrededor de esa fogata disminuida a leve tibieza de brasas cenicientas. Allí se dicen, y también escuchan. A las mujeres que van y vienen por ese mercado improvisado y precario, de tierra endurecida, toldos gastados y escasez indisimulada, que hay junto al río – donde otras mujeres lavan ropa o esas telas indefinidas y unos hombres pescan o hacen que pescan, a saber, con lo quietos que se están. Allí, por ejemplo, doña Erupción le refiere al mujerío, de tanto en tanto, las justificaciones exegéticas de su hijo como si fuesen propias: que los tiempos han cambiado, que las personas duran más, con lo que las frecuencias y los territorios de la vida se han ampliado; de manera que lo que antes ocurría pronto, porque apremiaban las horas tan prietas, ahora sucede más tarde, sin atosigamientos de lápida y olvido; más pausados los ritmos vitales. Por eso, decía doña Erupción, Adalberto no tiene ninguna prisa por descubrir su vocación (como biógrafa interesada, modificaba las palabras del hijo, que había dicho “descubrir si tengo alguna vocación”); no quiere ser uno de los tantos que van de un trabajo a otro, de un capricho al siguiente, como bola sin manija. De esta guisa, Adalberto sigue anclando sus cuarenta y un años en casa de su madre. Más precisamente en la salita que hace de comedor, salón y habitación. Y así pasan el día, reunidos alrededor de la mismidad que se va  insinuando con vestiduras que no llegan a engañar una peculiaridad, menos que menos una novedad. Pero sirve, y eso es suficiente. A fin de cuentas, pocos son los que pueden decir ciertamente haber presenciado una originalidad, un hallazgo cierto; con suerte si al menos podemos participar del asombro ante las reproducciones, las versiones adulteradas de lo mismo. Sobre todo, acaso, en ese lugar donde ni siquiera el río es río ni la tierra, tierra, porque uno y otra se mezclan en un consenso de confusiones de crecida y barro: una indeterminación donde nada puede comenzar, acontecer; donde acaso se permite el breve tránsito espantado de lo contingente, o la posibilidad de redimirse extraviándose en su abundante ausencia. Allí, donde ya no queda nadie; apenas hilos de humo, restos de presencia escuálida, desjuntada. Allí, paradójicamente, quizás sucede todo.

© Marcelo Wio

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