Anécdota, nostalgia o símbolo

El fútbol está repleto de historias sobre tipos que no tenían más virtud que la contundencia de una personalidad, la coacción de una rudeza, la ventaja de un físico. Plagado de estas historias que suelen crear alguna curiosidad momentánea, una emoción que muchas veces tiene mucho de voluntariosa. Mas, de tanto en tanto, el hecho se emparenta más con lo fantástico. O, acaso, no el hecho en sí – del que generalmente sólo se conocen elementos vagos, remotos -, sino el producto de la incorporación de ingredientes ajenos al mismo. Leves trozos de exageración que terminan por convertirse en credo, en hecho. De manera que cuando se recibe esa narración, ya pasado un tiempo de su andadura, es imposible separar un tejido del otro sin dañar la integridad del que se cree original.

A propósito de esto, el filósofo y sociólogo brasileño Geraldo Ferreira Lima comentó, en el simposio de Folklore, leyenda y fútbol que tuvo lugar en 1968, en Encarnación, Paraguay, que es prácticamente imposible separar a dicho deporte de la mistificación: “El fútbol es a la vez ámbito para la manifestación de lo simbólico, para su acontecimiento, y lo simbólico propiamente dicho. Es, por tanto, ya no inviable separarlo de lo legendario, lo místico, lo mitológico, lo religioso – la comunión para la exégesis y la catarsis -; sino peligroso, puesto que es altamente dable que devenga política (lo peor de esta), y no entretenimiento, como pretenden algunos”. Ferreira Lima sostenía que las historias (genuinas) relacionadas con el fútbol no podían ser otra cosa que el relato de lo fabuloso, a lo espiritual, o, en su defecto, una manera de aludir a ello.

Arquimio Nieto me recordó las observaciones de Ferreira Lima. O, más bien, acaso las haya memorado para justificar la pertinencia de la anécdota – o, lo que es lo mismo, para desestimar la probable imputación de una mera debilidad por los relatos inverosímiles y, a la vez, descartar el engorro de intentar siquiera rastrear el origen del relato, es decir, de emprender una verificación (algo que, por lo demás, efectué leve e inopinadamente). Y también porque la crónica de Nieto comienza en Paraguay, en algún lugar del Chaco, donde seguramente la vegetación haya borrado los rastros de actividad, de presencia. Los primeros dichos sobre Nieto, se afirma, llegaron a Mariscal Estigarribia alrededor de finales de 1939, principios de 1940. Alfredo Messina, que entonces tenía quince años, asegura haber escuchado, dos o tres semanas antes de la navidad de 1939, a un hombre de campo narrar la historia en el bar Viejas Glorias, sito en la avenida del mismo nombre.  Miranda Salvatierra, que ayudaba a su padre tras la barra del bar, no recuerda nada de lo que había sido dicho, pero sí recordaba el día porque las palabras pronunciadas causaron mucho murmullo y porque las mentaron muchísimo posteriormente. La cuestión es que Miranda asegura que el día fue el 3 de enero de 1940. “Como para no recordarlo; ese día cumplí trece años”. Afinar una fecha no es prioritario – acaso sea una pedantería accesoria. Sí lo es, en cambio, su contenido. “El relato era nuevo; a lo sumo, lo había contado una vez antes, pero con un público conocido y muy reducido – me atrevería a decir que el receptor había sido él mismo. Se notaba en las palabras. Tenían ese lustre que sólo tienen una vez. Ya sabe, luego están cansadas, como estiradas; anticipadas. Mecánicas. El tono ultrajado entre sus intersticios…”, explicó Messina. Del hombre no recordaba más que el castigo del sol y el polvo en el rostro. Nada más. La atención de los parroquianos, después de todo, estaba en lo que decía.

Y lo que decía, claro está, era la historia de Arquimio Nieto. O la anécdota que representaba el evento mínimo en el paño de leyendas, mitos, embustes, veracidades y sinceridades sobre el que se asienta toda biografía colectiva, toda necesidad de referir, de vincularse. Aquel relato, puede decirse, es el menos contaminado por las añadiduras de cada repetición. Según éste, Nieto era de una altura tan mezquina que en cuanto el césped del terreno de juego estaba apenas un poco más largo de lo corriente, tenía serias dificultades para desplazarse – según con los testimonios reproducidos, se movía como si corriera en mar, cerca de la orilla, con el agua hasta las rodillas.

Parece natural y hasta apropiado evocar hechos o circunstancias inusuales (al menos en el presente) como las de Nieto, en tiempos en que los jugadores se quejan hasta de variaciones de milímetros en la altura de un césped que recuerda más a una alfombra persa de lo más prosaica, que a un campo de juego. Son, aquellos, sucesos que revelan un fútbol de balones como castigos, de campos de juego que parecían más bien un muestrario de selvas y laberintos e impiedades; de partidos que no se suspendían por lluvia o por pelea de cuchillos entre los jugadores más bravos. Una época, aquella (in illo tempore), en que los jugadores no caían en la abyecta utilización de guantes y calentadores para resguardarse del frío (la copa Interamericana de 1937 coronó al desaparecido Deportivo Gerais, de Brasil, en cancha del alasqueño F.C. Inuk a -27ºC; los jugadores brasileños, además, para demostrar sus agallas, jugaron en zunga). En definitiva, un tiempo en que el fútbol era sólo un deporte; es decir, una ceremonia en que los hombres se vinculaban sobre todo simbólicamente.

Se cuenta que Nieto desapareció en una cancha del norte chaqueño, cerca de la frontera con Bolivia. De hecho, algunos ubican el terreno de juego en pleno límite – medio campo de un lado, medio del otro. El césped estaba altísimo. Como nunca – hecho que, según algunos, hace pensar en que ni siquiera jugaban dentro de los límites de un campo de juego, sino en la espesura de los bosques. Nieto sencillamente despareció apenas entrar al campo. Cuentan que un compañero suyo mencionó que lo oyó pidiendo un balón y alejándose hacia el noreste, como quien tira una diagonal. Este testimonio, junto al hecho de que no se extravió ningún otro jugador, desmentiría a quienes proponen que el partido tenía lugar en una frondosidad natural.

Dos ingenieros agrónomos han calculado que entonces, en aquella región, la altura del césped de los campos de juego rondaba los 5-10 centímetros (contra los 2-3 actuales). Una altura anormal podía andar entre los 12-15 centímetros. Lo cual haría pensar en un Arquimio Nieto que habría medido unos 30-40 centímetros. Algo que resulta prácticamente imposible o, cuanto menos, sumamente increíble. Lo que sí resulta tajantemente inviable es la desorientación de Nieto en tal terreno – incluso si se aceptara la altura ridícula de 30 centímetros, Arquimio se habría alzado por sobre la hierba, anulando la idea de un hombre en un laberinto o en la espesura de la desorientación

A todo esto, Alfredo Messina fue entrevistado nuevamente (cinco años después de la primera entrevista), y su testimonio ofrecía incongruencias manifiestas. La más reveladora databa la escena de la primera narración en 1986 en un hotel de Florianopolis. En dicha ocasión, quien narraba era un colombiano. Investigaciones posteriores descubrieron que, en la Serranía de Baudó, existe la misma narración. En el caso colombiano, el personaje de la misma se llama Arquimio Uribe. Luego de este hallazgo se realizaron pesquisas en Ecuador, Perú, Brasil y Argentina. El resultado fue idéntico – leves variaciones del nombre, pero nada más. Todo ello hace conjeturar que el relato no pertenece a ningún lugar en concreto, y que Nieto es una figura inventada, una hipérbole diseñada para reprochar contemporáneamente crecientes caprichos y teatralidades en el marco del balompié. Pero no sólo eso, sino también, y, sobre todo, una imagen creada con el fin de reinstaurar el espacio de comunión, el santuario, donde el símbolo ha de ser presentado, comprendido y, eventualmente, dar el salto a la razón.

© Marcelo Wio

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