Me creció el rostro adulto una tarde de junio de 1943. No había sol ni lluvia. Mi madre me había pedido que fuera a recoger agua a la fuente. Y allí, reflejada, me esperaba esta cara de hombre de ahora.
Creció, dije inexactamente. Me irrumpió, más bien. Como un paño se me adhirió, cubriendo, suplantando, la cara que tenía entonces: de niño transcurrido de soles y tierras.
Hace algunos meses alcancé a ver o a presentir, con horror, en la placa de bronce al pie de la estatua que está en la plaza, el reflejo del rostro que intuyo final.
También él me divisó. Pero apenas me guiñó un ojo arrugado, significando claramente: Aún no. Y tampoco en este lugar. Mas, en breve – pareció agregar con el tono neutro de lo inevitable que se compone entornando los ojos de cierta manera.
Desde entonces, evito chambonamente los reflejos. Sé de la inutilidad de tales inpetas y pretendidas precauciones: la noche menos pensada, cuando me levante a orinar, estará en la más evidente de las superficies aguardándome con lástima.
© Marcelo Wio
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