Rodando

Rodando con Jelly Roll Morton, a los tumbos, de sur a norte por esa insinuación de tierra endurecida que fingía destinos. De sur a norte, por decir algo; bien podría haber estado circunvalando mi indecisión o ese rejunte de casas y abnegaciones que es Smallville – un nombre visionario, si los hay: a nadie podía ocurrírsele una prosperidad, un crecimiento en aquella trampa de calor, humedad y mosquitos. Menos que menos bajo ese sol como de final de partida, con ánimos de adiós y, a la vez, de perpetuación inmisericorde, pontificando calor y una luz escialítica sobre las 14.37 que encastraba cada rincón del pueblo – con esa manía unificadora de los segundos y las milésimas que pretenden ridiculizar las diferencias – en una realidad particular.

Rodando es, a lo sumo, una metáfora – débil, fácil; una figura lingüística, una temeridad que pretende, voluntariosamente, apelar a la credulidad de quien pueda caer en este acoplamiento de significados.
A lo sumo, pues, me rondaba, giraba en torno a unas incertidumbres nunca del todo identificadas, a un puñado de temores siempre convenientes para eximirme de la responsabilidad de obrar; de las negligencias que determinan – más que cualquier otra cosa – la residencia en ese grumo de subsistencia.

Jelly Roll, desde uno de esos amontonamientos de maderas y etcéteras que por aquí algunos llaman casas – y otros, incluso, hogar. Jelly Roll – que entonces sólo Ferdinand La Mothe – desde una habitación, filtrando, más que música, tiempo harapiento que salía a pedirle segundos o milésimas o un tiempo muerto a las horas engarzadas en relojes y almanaques, para llegar a fin de mes.

Ni un solo santo marcha por estas calles – ni los niños ya iniciados en las trampas cotidianas contra el desamparo y la escasez -: sólo los rumores, las maledicencias, los engaños, las maquinaciones y las solidaridades interesadas que charlan de esto y aquello y el clima hinchado de nubes obesas como broncas. Van y vienen, en voz alta, porque para qué susurrar lo que todos conocen o intuyen o malician – estas últimas, formas más implacables y absolutas que la sapiencia. Decirlo a los cuatro vientos, neutralizar su hipertrofia: el absceso persistente, la uña encarnada, la hija que no puede estar segura de la paternidad de eso que le germina dentro, el hijo con un chancro como un pantano, el marido inundado en alcohol – y la botella que lo sigue como si se creyera su sombra o un cobrador.

Un cúmulo de desorden ordenado en toda escala posible, constreñido topológicamente dentro del cuerpo del pueblo. Ir y venir. Y Jelly Roll – que era Ferdinand y, para ser sinceros, aún no tocaba nada bien – descomponiendo melodías en hilachas fundamentales, harapos de corcheas fusas y de las otras, esas que nadie se atreve a dar un nombre por miedo a que dejen de asomar su armonía por este lado de la cuestión (inconmensurable, despelotada).

Rodando.

Dale que te pego al pobre piano; herramienta para destejer el tiempo y recodificarlo, manufacturando encantamientos de vapor y de esa sustancia viscosa de la que algunos sueños se valen para manifestarse (si no me equivoco, se trata de la precisa aglutinación que lleva, en la coordenada REM, a que los ojitos se muevan como bola sin manija).

-¡Descreída, hereje! – la voz de la señora Jolson.

Con esos términos desmesurados, altisonantes, disociados del fundamento de su desavenencia, vienen desde el mercado, envidiándose y desinteresándose mutua y alternativamente. Una pieza de pescado o un pimiento en particular, codiciados por ambas, sirve bien a los propósitos de una pantomima reiterada.

-¡Acicate!

-¡Vademécum!

-¡Va de retro!

Y así. Amontonando palabras con una entonación – que les otorga el signficado – belicosa, ofensiva.

-Me agrada sobremanera porque encaja en mi visión general de las cosas – una voz, de hombre, creando turbulencia en el aire, detrás del paso de una cintura de vaivén o un vaivén de cintura. ¿O era la cintura la que provocaba ese vórtice de palabras e, incluso, al propio hombre que las pronunciaba?

Y todo rueda. La cintura. Las palabras. Rodando sin fricción hacia esa digestión de las formas que es la noche. Masticación lenta y soberbia de los detritos del día, de los filamentos de ideas y otros trozos que se adhieren a la existencia por acción del calor.

Y Roll rueda revuelve morteando la jalea de notas en esa casa que acaso no sea la suya sino la que mi capricho le ha endilgado como una innecesaria necesidad de “apocrificidad”. Necesidad de hacer rodar las cosas, las historias; de que todo sea probable para que todo sea dudoso y, así, confundir mis cuitas entre la incertidumbre universal.

Rodando. Caballo esférico criado en los establos de don Guido Beck. Rodando.

Rodando sólo lo marginal, éste termina resultado relevante: sólo lo ridículamente normal atesora lo extraordinario.

Pero claro, hay que rodar. Y eso, pocos saben hacerlo.

Rodar como Ferdinand – o como Bessie, o Robert Johnson. Rodar de manera voluntariainvoluntaria: sin querer queriendo, querido Chavito. En fin, rodar como se ha rodado desde el inicio de los rodamientos y los universos, desde que el rodar es roll y roll es Morton.

Sospechando siempre que en medio, yace el presagio de algo – de lo que sea -, siempre rodando y rodando como un perro fiel pero algo molesto. El presagio del presentimiento de que al final nunca nada.

© Marcelo Wio

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