Apenas si escucha. Se le ha quedado la guerra en los oídos. Y pegada en el reverso de los gestos, y en las plantas de los pies y en la humedad de los ojos.
Volvió, es cierto. Pero lo mismo que si no lo hubiese hecho. O como si hubiesen devuelto a otro en su lugar. Lo único que se le parece es el rostro, las maneras del cuerpo. Poco más le quedó de aquellos años.
– ¿Dónde estás?
– ¿Dónde quieres que esté, mujer? Estoy aquí. Aunque no me disgustaría estar en el lugar de don Matías. En su situación, ya me entiendes. Y tú y los niños, claro. En la casa grande. Pero estamos en esta cocina, Adelfa.
El frío se levantaba de los campos, de ciertos tejados y del campanario flaco de la iglesia. Casi podía verse. Como una bandada de estorninos albinos espantados. Y el viento lo desparramaba minuciosa y arteramente, endureciendo y el suelo y embadurnando todo el pueblo de invierno y resignación.
Se añade al paisaje bien de mañana. Caminando por el lado del vado. Una figura que durante un instante puede ser cualquiera; es decir, todos, incluso él mismo el día que por allí mismo partió a la guerra, ya entonces des-pareciéndose, como si su geometría hubiese comenzado a reorganizar sus configuraciones inmediatamente: no pierde el tiempo la desgracia.
La tierra está agotada. La pobre. Dice él, acariciándole el lomo al terreno. Ya casi ni succionar puede. Y mira esos charcos menudos que dejó la llovizna mezquina. Quietos, evaporándose inútilmente con el flojo sol invernal que a duras penas si llega a constituir día.
– No bebas tan temprano, Domingo.
– ¿Qué tiene de malo esta hora? Es como cualquier otra. Y apetece ahora.
Acaso, él debería haber dicho necesito. Y ella, no haberle concedido la indulgencia temporal: No bebas; así, a secas, no tan contemporizadoras las palabras de esa ignorancia que se le iba juntando en la lengua: no saber qué cómo decirle a ese hombre que era su marido y que no era.
Nadie vuelve. Es imposible retomar lo que uno llevó consigo al conflicto. Y, así y todo, los cuerpos y memorias vuelven, y reconocen y hasta creen pertenecer otra vez.
-Está pálida – seguía diciendo sin dejar de acariciar la tierra.
-Siempre estuvo así, Domingo.
-Que no, que la recuerdo bien. Antes tenía más color. Ahora está mustia…
Para qué insistir, si era su mirada la que estaba turbia de deterioro y menoscabo. La única manera que tenía el pobre de comprenderse, era creyendo que el resto había mudado. A saber lo que veía el pobre en el espejo impreciso. Ya había notado Adelfa que agilizaba todo lo que podía y más los trámites del afeitado y demás aseos.
Camina por pueblo, al amanecer, cargando con su sombra alargada y otra que había traído consigo – se la descubrí al mes o así -. Entre las dos no hacen las de un hombre intacto.
Como dos pesos encadenados que huyeran muy despacio, opina Manuela.
En cuclillas, rascando la tierra, Domingo: Si no admite agua, la pobre, ¿te crees que aceptará cuerpos?
Adelfa le acarició la cabeza, reproduciendo su gesto: inopinada simetría.
Anda de un lado para otro como si se le hubiese perdido algo que no está seguro de querer encontrar, dice Dionisio, el marido de Manuela. Como si le estuviera estrecho el pasado, el futuro le sobrara por todas partes, y el presente no le durara ni medio día.
De una punta a la otra. No sabe qué hacer, agrega Herminia. O, más bien, no sabe cómo ser: no es ni el de antes ni el de ahora. Y dudo que sea el de en medio, aunque evidentemente algo lo retenga en ese ámbito que sólo puede ser de espantos y suspensión.
El mismo camino. Cada día. El que hizo aquella mañana para sustraerse de su propia cronología. Acaso busque que coincidan instante, movimientos y la exhalación que iba a ser un adiós y sólo fue vaho, y que aún tiene que estar allí, para reintegrarse a su biografía.
Está convencido de que se olvidó de cómo morir. Que cuando llegue el momento, no podrá hacerlo, se aterra. No sabrá dejar de respirar y aquellas maniobras que hay que llevar a cabo. Con lo fácil que lo había tenido años antes: tantas oportunidades y formas. Y después, como una amnesia, acaso producida de tanto agarrarse a los dos o tres recuerdos en los que, sin saber que los elegía, se refugiaba en cada tranquilidad engañosa, hasta confundir ese gesto con un apego a la vida.
A veces, esa sombra que trajo consigo – quizás obligado por una deuda de trinchera o una misericordia de tierra de nadie -, parece que hablara. Dice cosas que son de otra idiosincrasia, de otra experiencia: Adelfa, hoy no cierres los postigos, haz el favor; quiero que entre una noche más exterior, menos absoluta. Ya ve las manías – los miedos – y las formas de decirlas, que se le han metido.
El otro día, sin ir más lejos, hablando para sí – y nunca mejor dicho: de sombra huésped a materialidad obediente:
Hay un tiempo para respirar y otro para contar: de sesenta en sesenta o de uno en uno hasta sesenta y vuelta a empezar. Y ambos son lo mismo. Uno termina llegando al mismo número al final del día.
Hay un tiempo para inspirar y otro para sentir el lenguaje con que el cuerpo habla su tiempo: averías mínimas que ya prosiguen sin arreglo, otras que falsifican composturas, y otras que incluso fingen perfeccionamientos.
Y, finalmente, otro para espirar, expirar.
En tanto, lo sigo esperando. Quizás algún día termine de volver. Qué otra cosa voy a hacer, atada a este pueblo y a esta. Si aquel día, se nos torció a todos algo: a los que marcharon y a los que quedamos.
© Marcelo Wio
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