Reflujos de posguerra

Cuando ejecutaron a su padre, L. se hallaba a las órdenes de un pelotón análogo ajusticiando al padre del jefe de aquel otro pelotón, N. A punto estuvieron de conocer ese paralelismo siniestro, esa casualidad perversa, a través del Coronel F.
La guerra había durado algo más de dos años, pero parecía que había llevado siendo toda la historia. A todo, dicen, se acostumbra uno. Especialmente, aquellos muchos que precisaban un contexto oportuno para ventilar y legitimar sus impulsos. Recién finalizada, había dado comienzo a revanchas, purgas y a ese saneamiento de indecisos y algún que otro inocente, que computan como siniestra advertencia, con miras a componer un poder sin oposición o, al menos, un desacuerdo amedrentado, incapaz de serlo más que en intimidades inofensivas. Había que aprovechar ese tiempo como de limbo; luego, por más despotismo que gobernara, las apariencias vendrían a ser relevantes: no se podía andar ejecutando a esos ritmos, ni hacerlo sin la coartada de documentos y sentencias más o menos públicas, prolijas y “legítimas”.
En eso andaban los vencedores, usufructuando victorias y desmalezando futuros cercanos. Mientras tanto, la gente – esa generalización que pretende significar aquellos que nada deciden como no sea en sus propias miseria -, de uno y otro bando, buscaba: familiares, amigos, conocidos, afectos; trozos materiales de la vida anterior entre los restos de barrios y mapas.
L., pregunta en comandancia por tu padre. Ellos deben saber. Cada día, esa mujer que había envejecido de golpe, de un día para otro, como si el final de la guerra hubiera supuesto actualizar el tiempo condensado en la contienda, con el otro, el de los calendarios. Y, como cada día, él: Si yo pregunto, madre, pero nadie atina a saber o a querer saber. No hay día que no pregunte. Y como yo, tantos que tienen esa misma pregunta, u otras que se le parecen mucho.
Su padre no había vuelto una tardecita del invierno que acababa de pasar hacía vaya uno a saber cuántos meses. Había salido a conversar y a beber su chatito de vino a ese bar improvisado que alguien había tenido el tino de instalar. Los hombres que allí se juntaba dijeron que se había marchado como siempre. Como siempre no, porque esa vez no había vuelto.
Ni uno ni otro padre eran de esos que andan en politiquerías. Acaso algún comentario un tanto desafortunado, espoleado por el chato de vino. Poco más. Dolor por lo suyo: es país que ellos creían habitar; que era más reducido de lo que creían: el barrio, y ni siquiera; unas breves calles, unos comentarios rutinarios, la radio en el bar de Benito, el vino, la partidita de tute. Patria chica. Acaso la única verdadera.
Ahora que todo ha terminado, podrás saber de tu padre, N. Tal vez sí, tal vez no. No es que nadie vaya a ponerse a contar almas y ausentes, le respondía, palabra más, palabra menos, N. a su mujer. No era falta de cariño, de ganas de saber de su padre, que había desaparecido como tantos; era pragmatismo endurecido por el horror; sobre todo, por aquel que seguía ejerciendo con los derrotados, con los incómodos, muy a su pesar: transformados en pesadillas que elegía no interpretar, que descartaba como esquirlas de trinchera.
Poco a poco las calles fueron retomando sus contornos habituales, borrando todo rastro de pasado inmediato, fingiendo que nada había pasado, o que si había pasado, había sido poca cosa y bien merecida. Poco a poco, también, se fueron concediendo ascensos, puestos, recompensas, a los que habían luchado del lado apropiado. Pero a L. y a N., estas retribuciones los esquivaban casi con esmero. L. conjeturó que nunca llegaría nada de eso: los verdugos son una vergüenza que es mejor ocultar: los fundamentos silenciados de un poder que inventa una historia de apoyos y noblezas y justicia.
Por ello, cuando el Coronel F. los invitó a su casa a cenar – cada uno, L. y N., desconocían que la invitación incluía al otro -, ambos creyeron entrever la posibilidad cierta de un ascenso. Sino, a cuento de qué los invitaba el Coronel. F. había sido su Capitán al inicio de la guerra, que había finalizado como Teniente Coronel. Como una tozuda planta trepadora, F.; siempre urdiendo soportes para prenderse al poder, para escalarlo.
Indaga sobre tu padre, el Capitán… Coronel, ahora, madre. Pues con más razón, F. ha de saber sobre tu padre o del modo de enterarse. Aprovecha. Aprovecharé, madre. Siempre estoy preguntando. Aunque ahora ya no es lo mismo: antes, nadie respondía o las esquivaba con un “no sé, pregunta más allá”; pero ahora, esas preguntas provocan suspicacias, sospechas. Cada vez más, madre. Nadie quiere que exista ese pasado, madre. Y padre está allí, atrapado en esa nada reciente, creciente.
Aprovecha, L., pregunta sobre tu padre. Si mujer, si yo siempre ando preguntado sin preguntar, porque ahora sólo se pregunta hacia delante, eso de andar interrogando hacia atrás no está muy bien visto: sólo hacia adelante parecen estar las dignidades posibles. Tú pregunta, que para eso F. es ahora Coronel. Pero pregunta con tacto, no sea cosa que el interrogante malogre un ascenso.
Así iban los dos, N. y L., sin saber que el otro también concurriría, con esperanzas de retribución y de información. Los uniformes limpios y bien planchados – aunque desteñidos por el uso -.

 

Hacía por lo menos un año que no se cruzaban, desde que habían sido asignados a pelotones distintos, poco antes de finalizar la guerra. Después de haber visto tanto, de haber hecho tanto, poco espacio había para las sorpresas. Así pues, apenas un arqueo de cejas, un abrazo afectuoso, unas palmadas en la espalda, las preguntas habituales inquiriendo por los suyos. El Coronel abrió la puerta doble de maciza madera de su piso. Orondo, le había crecido una papada sin rasgos de nobleza, que parecía componer un buche obsceno. Los ojos brillosos, de alcoholismo y malicia.
Pasen, pasen, la voz burda, gruesa, con trazas de pedantería nueva, de soberbia añeja, y de inflexiones del pueblo que no se había podido quitar. Un piso con los lujos que se obsequia quien es nuevo en esas lides: objetos valiosos, bellos en sí, pero que, así rejuntados, componen un territorio de mal gusto ofensivo.
En el salón había dos mujeres – que presentó como dos amigas que habían atinado a pasar a saludar -, sentadas o, más bien, como resbaladas – como quien deja un abrigo -, sobre dos sofás de un escarlata ofensivo. Mucha pierna rellena pero dura. Una vulgaridad que era evidente a primera vista. Ni la bonhomía de N. y L. podían hacer nada siquiera por mitigar esa impresión. Y cuando ambas los saludaron con una voz cascada de engaño y cansancio, esa primera impresión de reafirmó dolorosamente: porque un algo de tristeza los invadió; la constatación de que allí no había ni ascensos, ni respuestas, ni premios – porque a nadie podía pasársele por la cabeza que esas pobres mujeres podían ser un compensación o el preámbulo de una buena noticia -. Aún así, agarrándose a las hilachas de la esperanza, o, más precisamente, a la desesperanza, se entregaron a la circunstancia, acaso el refinamiento no tuviera nada que ver con las oportunidades, acaso cierto embrutecimiento fuese la masculina manera de presentar un reconomcimiento. La guerra, como quien dice, no hacía ni dos días que había acabado, y no todos se habían desecho de ciertas mañas, de ciertas constumbres.

 

Así pues, se entregaron al ir y venir de vinos y licores y platos de carne y otras delicias que no recordaban haber probado ni siquiera antes de la guerra. Y una conversación sin tema, hecha de risotadas, de lisonajas, de memorias y valentías inventadas. Y las mujeres restregándose en esa ceremonia de nada. O de todo. Y entonces pasar al salón, que el comedor con su incomodidad de mesa de roble macizo, con esa rectitud de sillas; qué mejor que la nube de posibilidades de los sillones y el alcohol. Y las mujeres, de pronto, despechugadas, y un olor como a ignominia. Y el Coronel manipulando el tocadiscos, y de pronto la voz de un cantante de esos que gustan sin decir nada en sus canciones. Y el Coronel, de pronto, tan obeso, tan degradado el rostro, descompuesto. Y las mujeres insistiendo – cada vez más vulgares, pobres: F. había pagado por algo, y sólo por ese algo – lo que ni N. ni L. querían ni iban a querer.

 

F., el puro en la mano derecha, midiendo la reacción de N. y L. ante las embestidas cada vez más entorpecidas de esas dos fulanas, barruntaba si no era el momento de lanzar su desprecio final: cada uno había matado al padre del otro. Porque sí. Porque esa suerte de pulcritud que parecían esgrimir N. y L. en medio de la infamia, lo exasperaba. Porque se había acostumbrado a pensar en términos de humillación, de perjucio. Porque ni sólo ellos, sino casi todo aquel con el que se cruzaba, parecía conservar una parecela de existencia más o menos limpia. Y por qué sólo él había tenido que mancharse entero. Algo que, por cierto, no era, ni mucho menos, un hecho verdadero. No era el único que se había entregado con alma al comercio del desprecio más absoluto – al punto de convocar a aquellos dos hombres, embrutecerlos de alcohol y sexo y arrojarles un hecho para ver qué hacían -. No eran pocos, por otro lado, los que habían mostrado un remedo de respeto, ya no tanto por los enemigos, sino por sí mismos. N. y L. no había decidido – como tantísimos otros -, imponer una distancia entre lo que sucedía y lo que eran; eso les venía con la educación, con una sensibilidad propia y adquirida en el trato de barrio. Como fuere. En eso andaba F., mientras tragaba cognac como si fuese agua y fumaba como si quisiera disimularse detrás de la incertidumbre de humo. El rostro más hinchado, si es que eso era una posibilidad en esa anatomía ya hiperbólica en la que la piel ya no daba más de sí. Más hinchado y más enrojecido. Se quitó la corbata y se desabrochó el primer botón. Las mujeres ya estaban cediendo a las acometidas cada vez más enérgicas e irriversibles del alcohol, y al desinterés de N. y L. Y éstos, como cansados: de rechazar a las mujeres, de ese ambiente de pesadumbre y tristeza; amodorrados por el vino.
F. ya no pensaba, buscaba aire donde ya no lo había. Boqueaba, como si con ello fuese a conseguir algo. Las manos regordetas – libradas de la copa y el puro; ya sobre la alfombra persa – pretendiendo destejer una realidad o rasgar la tela de ese ambiente para dejar entrar el aire. Pero aire había, pero no para él. Ni aire, ni más latido: corazón rechoncho fallando. Y las mujeres derritiéndose sobre el sofá, callendo sobre la alfombra para componer la resaca posterior. Y ellos, desubicados, como si los hubiesen golpeado. Y nadie percatándose de la lucha torpe e inútil de F.

 

N. logró sobreponerse a la carga de malestar. Zarandeó a L. Ambos constataron la composición de escena: de fiesta truncada o de envilecimiento exitoso. Se les hizo evidente que F. estaba muerto: esa mirada estancada en el horror. Las mujeres roncaban un vaho denso. Ninguno sintió compasión por el Coronel – la compasión, hacía rato, que se limitaba exclusivamente a los muy cercanos -. Ninguno atinó a (o quiso) dar aviso. A fin de cuentas, alguien ya lo echaría de menos. Lo que era ellos, seguro que no: no servía ni a efectos de ascensos ni de paraderos paternos. Se fueron con sigilo, como si pudieran despertar al muerto – a las mujeres, no había manera de rescatarlas del sueño atormentado del exceso.

 

© Marcelo Wio

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