El hombre mira la ausencia casi corpórea, inconmensurable, en el sillón impreso con el peso ido. El niño corre por el pasillo abriendo puertas sin ton ni son. Lo escucha, el hombre, como si fuese una existencia lejana, tanto como una memoria deshilachada; hurtado del momento: el oído le susurra al oído la urdimbre que coagulaba en la jurisdicción de las ideas y los temores, y él, el hombre, traduce para sí lo que interpreta por intermediación de ese soliloquio mental: realidad de significados huidizos. Y de pronto el niño, luego de abrir una puerta, al fondo de ese pasillo oscuro, de techos altos: en esta habitación ha muerto alguien. La voz aún sin las muescas insinceras que el tiempo le termina por grabar a todo. La voz algo aguda, pero sin el espanto que habría de adquirir, ya más gruesa, tiempo después: aún libre de las supersticiones imbéciles de las que se rodea lo inevitable. En la habitación: una cama de muelles metálicos y cabecera también metálica; un colchón grueso, relleno de estopa, con lamparones marrón-amarillentos, sin sábanas. No hay almohada. Al pie de la cama, una manta marrón, gruesa, doblada diligentemente. Una mesilla de noche con un vaso de vidrio grueso, tosco, y una lámpara con una pantalla beige descolorida. Un armario corpulento, de madera inverosímilmente lustrosa – dentro: siete perchas vacías y polvo -. El suelo, de madera clara, delata encierro: se marcan las pisadas cautelosas del niño. Ventanas altas del lado opuesto al del armario; cerradas con unas cortinas gruesas y, por fuera, por unos postigos recios. Del techo cuelga una bombilla desnuda, raquítica. Nada más. Sal de ahí, la voz del hombre, sin enojo, con un leve cansancio encallecido. El niño obedece. Escucha el hombre cómo cierra la puerta, sus pasos que retoman el ritmo lúdico, otras puertas que son abiertas. Puertas detrás de las cuales nadie ha muerto. Retoma, entonces, el hombre, lo que nunca ha llegado siquiera a comenzar: reinicia el fracaso de componer unas emociones rústicas que puedan despegarse de la forma que persiste en el sofá, de la habitación en la que el niño, a saber cómo, después de tanto tiempo, ha comprendido aquel suceso que no ha dejado signos evidentes más que en la memoria y el ánimo del hombre. Suceso que fue una decisión tajante. Canceladora: una pesadumbre que se había hinchado hasta lo intolerable. Suceso mujer. Ernestina claudicada, deshecha, aguando sus horas en esa habitación de techo alto y encierro viscoso, convocando noche para huir al sueño de píldoras y desesperaciones: voz de signo ominoso creciéndole hacia dentro: monólogo insistente: convencer de futilidad convertir a una devoción fúnebre. Desdiciéndose con esa misma voz; destejiéndose. Aislándose de las palabras que enhebran a los seres en una cronología de sentidos, efugios e insistencias. Desapareciendo el reflejo que es la conversación: temblando la voz o el tiempo o lo que fuese ese aliento o alaradio mudo: nada como las palabras que no se dicen y que todos escuchan. Desconstatándose: atenuante y legitimación ante el escrúpulo pertinaz. Y el hombre, nube de probabilidades: grumo inexacto de desasosiegos. En el mismo sillón que ahora ocupa, frente a ese otro, aprendiendo una resignación que aún desconoce pero que ya practicaba en otros ámbitos: todo sufrimiento impotente; sufrimiento que no quiere dejar de ser, que pretende ampliar sus dominios. Y el niño, algo más niño, pero como ahora, enterándose sin enterarse; fabricando, sin saberlo, un condicionamiento, un rasgo, el sucedáneo de una justificación, de un ardid, que eventualmente empuñará como eximente de responsabilidades: una bajeza de las muchas de las que irá (va) haciendo acopio, y que varios ya han entrevisto pero callado por respeto o sumisión a un apellido que aún seguirá pudiendo incluso mucho tiempo después de la consunción consumada de bienes y dineros que le dieron, precisamente, el prestigio y la orgullosa dignidad a ese nombre tan como cualquier otro. Enciende un cigarrillo, el hombre. No corras por el pasillo. Sal a jugar fuera. El niño obedece en silencio, pasa junto al hombre que es su padre y es un desconocido. El hombre, contumaz, se queda solo con esa frondosidad de carencias que es el recurso de la inacción: el duelo, el dolor, el desasosiego, no son, así, otra cosa que los elementos burdos de su autocompasión; parte de esa rutina de silencios, sobreentendidos y distancias que sirven para negarlo todo, para introyectarlo todo: Ernestina desviviendo, el territorio del apellido angostándose, degradándose; el niño, esa atroz exterioridad que siempre ronda, como un recuerdo insultante; todo empeñándose en dejar de ser como era: región mínima de la soledad, empecinada, estancada en ese sofá vacío.
© Marcelo Wio
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