Reductio ad absurdum: micro-obra displicente

Requerimientos técnicos: una bombilla eléctrica (mínimo de 40 Watts – lo que aporta ambiente de intimidad y maquilla la pobreza del escenario y el texto); un salón más bien reducido (más que nada para ahorrar en alquiler y en sillas – cualquier hijo de vecino, por lo demás, no le supondrá un gran público a este despropósito).

Telón: bien puede ser un mantel grande, una cortina que la madre de alguno de los actores no utilice.

Vestuario: lo que cada actor traiga de casa o de donde quiera. Para mantener el presupuesto en la zona de la racanería, se sugiere abstractamente (más no se alienta, por cuestiones legales) el hurto de prendas en grandes almacenes.

Se sube el telón (o bien, se enciende la luz – previamente apagada, claro está…). Él y ella están a enfrentados, con una separación de 2 metros 47 centímetros. De fondo, alguna pieza de Stockhausen o de Samantha Fox.

Él: Creo que la conozco.
Ella: Sí, yo también… Reminiscencias de altar…
Él: ¿Insinúa que estamos casados?
Ella: O que comulgamos juntos alguna vez…
Él: Por casualidad…
Ella: Más bien por religión.
Él: ¿Qué religión profesa?
Ella: No profeso, soy aficionada, una amateur, creo que lo llaman.
Él: Veo…
Ella: ¿Qué ve?
Él: Nada en particular; sólo revoleaba la mirada para evitar que se encontrara con la suya. Soy tímido, con tendencia a la hipoglucemia.
Ella: A un primo mío le sucede algo parecido.
Él: ¿Trastornos gluco-anímicos?
Ella: No, le gusta el té sin azúcar.
Él: Entiendo.
Ella: ¡No me diga! Justamente andaba buscando alguien que entendiera. Mire – saca un papel del bolsillo izquierdo del pantalón; en él hay escrito un ardid o una ecuación. ¿Qué me dice?
Él: Es una imitación – mala, por cierto – de un Riemann.
Ella: Ah.
Él: Una impostura de su última cosecha, cuando ya desesperaba. Los primos lo enloquecían.
Ella: Claro, los números primos…
Él: No, sus primos, por parte de madre. Se habían instalado en su casa – una visita de fin de semana, nada, dos, tres días, habían pretextado; pero terminaron quedándose 17 años, hasta la muerte del matemático… En realidad siguieron quedándose; al punto de quedarse con la casa. El mayor hacía mucho ruido al comer, y comía a todas horas, y siempre alimentos crocantes; lo que exasperaba a Riemann (el ruido y el hecho de que le comiera el presupuesto). El otro canturreaba tonterías, y malamente, todo el santo día.
Ella: Pobre hombre.
Él: No, creo que tenía un buen pasar.
Ella: Ah… pasear bien… es un lujo, algo que se ha perdido últimamente.
Él: Difícil pasear dignamente en estos parques tan urbanos, tan impostados…
Ella: Tan trazados…

Cae el telón o, en su defecto, se apaga la bombilla eléctrica de 40 W. Transcurridos 17 segundos, se levanta el telón o se enciende la bombilla.

Los dos actores, de frente al público, recitan, al unísono:

Reductio ad absurdum. Reducción al absurdo. El público, abordado como una proposición categórica, es puesto en tela de juicio… O su juicio sobre una tela, un telón… Como sea, desde este escenario lo negamos (al público; a vosotros, qué tanto) para validarlo a través de la concatenación de absurdos que contradicen la negación inicial, hipotética: ergo, el público, ustedes, son, existen, y están ante el absurdo para auto-confirmarse, para corroborar que tienen unas vidas de los más lógicas y razonables. ¿No les parece triste tener que concurrir – ¡y pagar! – para tal ejercicio de afirmación? ¡Un espejo basta para constatar la propia existencia! Y una revista de sociedad – cualquiera, la más barata (si puede manotear una de alguna peluquería o sala de espera, mejor que mejor en términos de frugalidad) – servirá para el propósito de demostrar que su vida se inscribe en los cauces de lo que se ha dado en llamar la normalidad más absoluta, dentro del territorio del sentido común – en el centro mismo del grumo humano.

Mirada despectiva de ambos actores. Se baja el telón o se apaga la luz.

 

© Marcelo Wio

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