Comenzó como había empezado todas las cosas importantes en su vida. Sin darse cuenta. Primeramente en callejones sin violencia. A su paso, con las puntas de los dedos y del andar, con las esquirlas de palabras, enganchaba las sombras de los suelos sucios, de las paredes descoloridas que sostenían pobrezas dignas, arrancándoles trozos sustanciales.
Como quien patea piedras, hojas o espantos durante una espera, sin enterarse de que se aboca a tal tarea. Sin darse cuenta de que la emprende.
Y luego, de los árboles lacios que hay a los costados de esos caminos que llevan a cercanas lejanías que prometen indultos pero que, con suerte, ofrecen las mismas desesperaciones apenas disimuladas. O de esos que escoltan muertes y duelos largos como esas mismas sombras – inútiles, de tan estrictas, de tan inhóspitas.
Con la paciencia que se le supone a la eternidad. O a la resignación desentendida.
Como banderas de una derrota. Las sombras prendidas a su andar. O como arados vanos. Arrastrándolas por el suelo infecundo. Así las lleva. Tras de sí. Un grumo de oscuridades deshilachadas. Como ciertas biografías. Así, hasta una habitación húmeda de la pensión de Amparo. Allí, con el tiempo, ha llegado a fantasear con fabricarse una noche definitiva o una de esas impunidades ineptas, puro engaño que uno se inflige, a modo de ungüento placebo.
Si no una noche, al menos un parpadeo dilatado que lo confine en una umbría definitiva – todo lo absoluta que las confecciones humanas pueden permitirse.
Junta sombras como todos. Para borrarse. O despensarse.
Consuelo absurdo de sucumbir a la imposibilidad de verlo, percibirlo, todo: limitaciones de la luz y sus vértigos.
©Marcelo Wio
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