Rasgos de familia

Tenía la cara que había sido de su padre. Y su padre, la que había sido del suyo; y éste la del suyo; y así, un mismo rostro remotándose a un tiempo sin memoria. Así sucedía con los primeros hijos varones de aquella estirpe. Heredando un rostro exacto, repetido. Una familia de lo más corriente en su devenir genético, y en tantas otras facetas, pues no sólo recibían esa cara, sino también un excelso arte para el disimulo de la inteligencia. Hacia varias generaciones que no se les escapaba ni siquiera una astucia leve, un indicio de fino razonamiento. Algunos conjerturan que tal habilidad, llevada al extremo, terminó por cancelar aquello que pretendía disimular, al punto de hacer inútil tal fingimiento. Otros, en cambio, eran de la opinión de que no habían hecho otra cosa que camuflar la ausencia de luces: y qué mejor estrategia, decían, que remedar el ocultamiento de aquello que en realidad no se tiene. Ello, replicaban los primeros, implica un razonamiento previo, una inteligencia, por mínima que sea. Y así pueden pasarse horas, hasta que alguno se da cuenta de la hora que es y desencadena la desbandada hacia hogares, ocupaciones o lo que sea. Mientras tanto, el primogénito más reciente de esa familia, se aburre mirando un rostro – reflejo de otros idénticos – que ya ha visto tantas veces que es imposible hacerlo suyo, y, aún así, debe portar, junto a esa leyenda de inteligencias y disimulos que no entiende muy bien porque su padre ya no supo delinearle con claridad la esencia del asunto, o él no supo comprenderla, distraído como estaba intentando desterrar la idea de que se estaba viendo a sí mismo decirse aquello.

 

© Marcelo Wio

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