Se cuenta que en un restaurante – que en realidad nunca es el mismo – de Jerez de la Frontera, trabajan como mozos los futbolistas más habilidosos y exquisitos. Cada noche, mientras despachan mesas, juegan un prolijo, silencioso y secreto partido entre los pies de los clientes, las sillas y mesas, que ni se enteran de los tránsitos de balón, regates y astucias soberbias.
En cuanto presienten que alguien ha sospechado tales partidos, cambian de restaurante – además de adoptar nuevos nombres y de modificar fisonomías con peinados, tintes, bigotes, barbas y otras minucias sin bisturí.
Algunos, y muy de tanto en tanto, se trasvasan, morigerando sus destrezas, al fútbol profesional. No se sabe por qué, hubo una época en que varios de ellos se pasaron al césped televisado. Debieron, eso sí, inventarse biografías leves, comprensibles, que no trastornaran todo el tinglado futbolístico. Existen sospechas fundadas de que tres de esos emigrados, eran Xavi Hernández, Lionel Messi y Andrés Iniesta: Alberto Gaditano, Jesús Amado y Marcos Campanari, sus nombres verdaderos.
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En Siberia se juega un partido de balompié que comenzó en mayo de 1904. Se trata de un encuentro entre los miembros de dos batallones, uno ruso y otro japonés, que erraron el camino a un enfrentamiento completamente distinto del que terminaron ejecutando.
Extraviados en orientación, primero, para luego terminar también olvidando órdenes, objetivos, métodos, adiestramientos; es decir, todo lo que los había llevado hacia esa zona del mundo. Recordaban, eso sí, algo sobre un enfrentamiento,
una cierta animosidad; pero que no sabían entender del todo. Así pues, reunidos por el azar en un mismo e inverosímil lugar de esa inmensa estepa reverdecida brevemente por la primavera septentrional, ambos batallones, enfrentados unos a otros, no supieron que hacer.
Como todo iba signado por la estocástica, fue la casualidad la que tuvo que volver a intervenir para destrabar esa quietud casi simétrica: a un ruso se le cayó un balón de la mochila – producto de la mala calidad de ésta, y de las inclemencias a las que se había visto expuesta en esos breves e intensos meses.
El impulso, nacido de recuerdos vagos y de ímpetus lejanos de patios y calles y descampados, los llevó a jugar un partido nómada, desahuciados por los vientos y los climas que parecían haber traídi consigo, más que encontrado en esas latitudes. Por momentos, los jugadores creen estar repitiendo un rito cosmogónico; en otros, se convencen de que el traslado del balón mantiene en marcha la andadura planetaria.
Los lógicos, cientificistas y apologistas de lo único, estiman que no son los mismos soldados iniciales los que juegan hoy en día – si es que lo hacen, puesto que también dudan de ello -, sino sus descendientes, reproducidos en algún poblado y arrancados a las madres – siempre y cuando de varones se trate, claro está (aunque cierta leyenda habla de hábiles jugadoras mongoles que participan de ese desvarío o audacia, según cómo se mire). Como sea, es muy difícil dar con ellos – la última vez los divisó un avión espía estadounidense en 1969 -: es que se confunden, a veces, con los pobladores locales (lo que abona la tesis de los doctos en lo “normal”, lo “predecible”), otras, con formaciones de la tundra; y, sobre todo, debido a que transcurren largas temporadas en que un equipo (batallón) se hace con el control del balón y, toque a toque, sale disparado, y el otro termina por perderle el rastro – a veces durante meses, y hasta años.
Demás está decir, que los turbadores de lo absurdo, de lo imposible y lo inverosímil, dicen que llamar fútbol a tales errancias esteparias, es una exageración. Pero señores, dicen los del bando de los soñadores, de lo posible, lo fantástico, el fútbol mismo es una exageración. De otra manera, sería algo tan triste como el balonmano – ese remedo, o intento burdo de imitación, que practican quienes tienen los pies de hormigón – o el ganchillo.
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Mil ochocientos tantos. Acaso algo antes, incluso. En unas callejas de Dublín, seguramente ultrajadas por la lluvia y alguna mugre suburbana. Un niño – que la mitología (prosaica, floja), más que la historia, quiso que se llamara Sean Connolly – espera, sentado sobre un balón de fútbol, la concurrencia de otros de los suyos. Pero no llegan.
Como si hubiese llegado demasiado tarde o temprano, espera, tozudo, sentado sobre el balón, que comienza a ceder a su peso breve y mal colocado hacia un extremo, a lo que el niño responde escurriéndose, en busca de balance, hacia el otro polo, que también cede, obligándolo a migrar sus sentaderas nuevamente. Y espera. Quizás a que termine de amanecer. O a que pase la lluvia – no, esto no; nadie espera por esos lares tal cosa. Todo termina por acontecer; hasta lo que nunca sucede. Así pues, llegan los niños. Esos que Sean aguardaba obstinadamente.
Se acercan, los niños, con afán de fútbol. Mas es imposible jugar con aquella ovalación que no responde a dominios ni pericias. Enfurecidos, algunos cargan contra Sean, “el esperador” (como fue conocido en un principio). Entonces, otros deciden cometer contra aquellos otros – es ley de vida: a toda acción le sigue una reacción -. Sean coge el balón y sale pitando. Corridas. Golpes. Placajes. Caídas. Resbalones. Así, sin saberlo, bajo un atardecer – quiso la idealización, que gusta, para estos menesteres, más de éstos que de los amaneceres – dublinés, unos niños indignados compusieron el germen del rugby, “el hijo torpe del fútbol”, como se conoció en sus inicios.
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Xao Chi, obsecuente imperial chino, fue requerido por un subalterno (cuyo nombre, como el de tantos irrelevantes, se ha olvidado – para fortuna de sus descendientes) del Emperador. El encargo era sencillo: invéntele un juego nuevo al Emperador, que está harto de las intrigas poetizadas del palacio, le ordenó.
El pedido era para el subalterno, no para Xao Chi, desconocido por el Emperador – también por sus hermanos, debido a una vergüenza vieja que no viene al caso. Pero el enjuto, asiduo al opio y borrachín subalterno delegó la tarea, como hacía todo aquello que implicara esfuerzo, a Xao Chi, que como todo lameculos, carecía de virtud alguna.
El Emperador, le explicó el subalterno, sólo había pronunciado una palabra: Go. Ese vocablo debía inspirar el juego, ser su alma. Xao Chi, evidentemente, procedió a delegar, a su vez, el encargo. Eligió al primero que tenía a mano: un primo lejano, al que consideraba un imbécil del que podía aprovecharse fácilmente. El primo aceptó la ecomienda y, si bien los plazos impuestos por el Emperador habían sido mezquinos, concluyó su invento dos días antes de su finalización. Le explicó las reglas a Chi. Le dio dos contenedores de bambú con piedras cuidadosamente escogidas y pulidas en su interior (las fichas, le dijo): blancas en uno, negras en el otro. Y le entregó un grueso tablero de madera de cerezo sobre el que había trazado, con timta negra (y barnizado posteriormente: veintisiete capas de laca) una cuadrícula. ¿Y cómo se llama?, preguntó Chi. Go, claro, respondió el primo, mirando a su familiar con lástima disimulada. Chi repitió la descripción del juego al subalterno, y éste, al Emperador, que ipso facto mandó a que fuera ejecutado – el subalterno*, claro -: eso no refleja la palabra Gol, fue la sentencia sucinta, y la condena irrevocable.
Igualmente, el Emperador, que no era ningún chambón, estimó que tal ingenio lúdico le otorgaría prestigio a la cultura de su Imperio – y a él mismo, qué tanto: era un legado del que valía la pena apropiarse, otorgándose el crédito de su invención. Ya otro pueblo, pensó, más vulgar, más simple, descubrirá el cuerpo para el alma del vocablo Gol.
*El subalterno no delató a Chi porque conjeturó, acertadamente, que su propia familia terminaría corriendo su suerte, al saberse que delegaba los encargos que se le hacían explícitamente a él. Aún le quedaba algo de dignidad cuando no estaba apaleado por los licores o la adormidera.
Publicado originalmente en Ni más ni menos
© Marcelo Wio
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