A desvida del tiempo, ingresa en la nada sus pasos salientes del esbozo de una intención que se queda, quieta, helada por la mirada de la nada.
Tres imágenes. Adheridas. A eso que se va destejiendo entre los párpados meandosos del río. Todo transcurso de sí mismo. Atraviesa una barcaza el trayecto reincidente: su vientre aguanta la misma carga enfardada. Tiempo. Llevo tiempo de otros. Escupe junto a los restos de tabaco y los inicios de tumor. Pericles. Mucho nombre para el destino de estas tierras.
Barcaza que no es otra cosa que habitación de hotel. Con mohos resecos en el techo. Habitación desprestigiada de tanto tránsito: transcurso de ideas mismas. Allí, alguien. Sobre el borde de una decisión que desconoce. Pericles. Mucho nombre para ese colchón vencido. En su vientre, fardos de pasado paseándose por la cornisa que es cada instante, cada costilla acentuada.
O nadie. Nada. Ni hotel ni barcaza no contrabandos – de ánimos de comercios de tiempo – sugeridos. Nadie en ninguna parte intentando conjugase en existencia: esa región más o menos palpable en la que empecinamos propósitos para.
Nada ni nadie. Para recorrer la distancia anulada por las repeticiones: ardid del hombre para creer cancelar el tiempo – error del hombre, que se deroga a sí mismo: siendo uno como otro, indiferente, idéntico, subordinado a la nada: el hombre desligado del hombre; de la vida. Desvida.
Ni barcaza. Ni habitación. Ni transcurso. Ni Pericles canceroso. Empeño atascado: conservando la ilusión de que el hombre y el tiempo son una misma cosa: representación; metáfora; o verdad inofensiva: sin duración. Entonces sí. Barcaza. Habitación. Pericles imperecedero. Y el vientre de las cosas: espacio para dejar espacio para.
© Marcelo Wio
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