Pasó a deshora. Como siempre. Que es como decir que incurrió en su puntualidad habitual. Sonido de fricciones, esfuerzos, lamentos de vapor o vaya a saber qué mecanismos de metales y aceites. Pero esto es anecdótico.
Nadie esperaba. A saber cuándo fue la última vez que alguien de allí cogió ese único tren semanal, o cuándo alguien se bajó – como no fuese el fardo de cartas y dos o tres lujos sin suntuosidad. Mas, este no es el punto.
Anselmina y Polidora, que usufructuaban la estación como lugar de reunión, no se percataron de la figura que bajó del último vagón; allí, lejos, donde el andén ya comienza a ser estepa o como se llame esa exasperación de tierra más bien mezquina. Por qué iban a mirar hacia allí, si nunca nada. Si todo en el segundo vagón; el de carga, del que bajaban los bultos. Pretendía adivinar contenidos, destinatarios, noticias. Algunos de estos augurios los distribuirían más tarde por el pueblo como hechos ciertos. No se pueden rellenar los días con lo cotidiano, se excusaban entre ellas, entre caladas de cigarrillo y unos traguitos discretos a una botella de ron que tenían escondida entre un riel y la madera carcomida del andén. Botella que no parecía agotarse: porque nadie las había visto nunca reponerla, ni acarrear botella alguna por el pueblo. Pero me voy por las ramas.
A lo que iba. La figura. Rotunda. Colorida. Mimi. Así se había hecho llamar en el último pueblo. Había decidido que adoptaría otro nombre – es decir, otra personalidad; las mismas debilidades -. Aún no sabía cuál, mientras caminaba por el andén. Siempre hay una Mimi. En todos los pueblos. Probablemente, en todas las familias – aunque oficien como tales encubiertas -. Bien pasados los cincuenta. Bien alimentada – porque no hay problema de glándulas ni vergüenza en demostrar apetitos dulces -, mucho colorete y pintalabios. Perfume ofensivo. O, acaso, no tanto el perfume en sí, sino más que generosa cantidad aplicada, como si lo consideraran una prenda más, y como tal, precisara, imposibilitada la materialidad, la desproporción. Cara bien llena, como si pretendiera lograr una circunferencia perfecta. Bracitos regordetes que no pueden estarse quietos, como ciertas lenguas que también abundan en todos los pueblos y en toda familia. Pero me voy por las ramas. Y parece que difamo. Nada más alejado. O, al menos, no enteramente así.
Las otras dos, ya se habían aburrido de la descarga insulsa y comentaban algo sobre los álamos que, frente a ellas, se oxidaban de atardecer. Seguramente estarían conviniendo que ya era hora de regresar al pueblo. Aunque lo que estuviesen parlamentado… No importa, no viene al caso. La cuestión es que Polidora guardó la botella – inútilmente subrepticia; el pueblo sabía de ella – en su lugar (una bolsa de tela). Se disponían a marcharse, cuando la vieron. A Mimi. Que ya había decidido que se presentaría ante aquellas gentes como Cocó. Es decir, había decidido retener toda su idiosincrasia. El cambio de nombre respondiendo, así, a un capricho leve, una travesura privada. En el preciso momento en que Cocó tomaba la mencionada decisión nominal, Anselmina le decía Polidora: Vaya, no habíamos visto ese paquete. Y la otra: Y mira que es grande. Y colorido – otra vez, Anselmina. ¿Se habrá equivocado?, preguntó inmediatamente Anselmina, haciéndose con la mayor parte del exiguo guion. Nadie se equivoca tanto como para bajarse aquí, respondió Polidora.
Tenía razón. Si hubiese sido una equivocación, hubiese vuelto al tren que, a todo esto, seguía detenido; aún cargaban unas bolsas arpilleras. No. Ese era su destino. Por ello, la pregunta que se hicieron con la mirada aquellas dos mujeres fue: ¿A qué viene? Y en esa brevedad se incluían otras: quién es, de dónde viene, de qué huye, aunque tenía un rostro que no era de andarle escapando a nada ni a nadie como no fuera al tedio. Pero estas cavilaciones son irrelevantes. Acaso, en otra oportunidad.
Ahora, a lo importante. De pronto, Cocó se detiene. Configura un gesto de no saben bien qué, desde esa distancia – parece uno de esos de haberse acordado de algo, o de haberse percatado de un error -, y gira con una agilidad que desmiente la contundencia de su cuerpo. En unos pocos pasos se coloca ante la escalerilla del tren y, sin preámbulos noveleros, vuelve a subir.
Se había equivocado. Dice Anselmina.
Ya me parecía raro. Responde Polidora.
Y con la mirada comienzan a componer lo contarán en el pueblo. Una mujer que bajó del tren. Agitada. Detrás de ella, un hombre con una de esas caras que solo puede tallar el vicio. Y entonces. Pero eso no viene a cuento, porque, además, entre la estación y el pueblo, aunque no hay más de un kilómetro y monedas, bien pueden terminar olvidando enteramente esta historia, de tanto que le van añadiendo.
© Marcelo Wio
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