La sombra es una adaptación de los seres que nos antecedieron en esto de existir – y que la práctica totalidad de organismos y elementos terrestres mimetizaron. Surgió antes de la primera glaciación, cuando el clima era una continuidad de sol y hervores – hay paleontólogos y astrónomos que afirman que la tierra boyaba de tal manera que parecía encontrarse bajo un día perpetuo; y que lo hacía en una órbita que se aceleraba en su parte más alejada del sol (apenas dos semanas le llevaba recorrer tal parte de la elipsis, según cálculos recientes) y se ralentizaba en la parte más cercana y fervorosa del astro (unos tres años y siete meses de tránsito, según los mismos cómputos, realizados en el Instituto de Tecnología de California – utilizando su red inalámbrica, en realidad).
En tales condiciones, la producción de nubes era prácticamente nula (algún jirón suelto y desgarbado – que, por lo demás, solía ser alguna exhalación volcánica), de manera que para atemperar esa luz inclemente, el organismo de aquellos ancestros ideó una estrategia: el propio cuerpo haría de pantalla a unas extensiones capilares que habrían de salir de la zona plantar y que, como pseudópodos o raíces, se esparcirían por el suelo tomando la forma del cuerpo que, de tal manera, las protegería de manera que pudieran enfriar, aunque sólo fuese en unas décimas, la temperatura de la sangre – lo suficiente para asegurar la supervivencia.
Más adelante, y a pesar de la estabilización del patrón de rotación y traslación de la tierra, y los consecuentes cambios en el clima, la sombra persistió: era ya una parte de la existencia (entonces, una mera proyección de la silueta), que además servía con fines de orientación en el día – incluso sobrevivió al advenimiento de las brújulas, relojes y demás artilugios de medición y ubicación, y a la luz artificial.
Así, hoy es una compañera inestimable de medrosos que deben surcar inhóspitas calles mal iluminadas, de pánfilos con aires de fotógrafos singulares y de artistas de amables engaños chinescos.
© Marcelo Wio
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