Sonaba una música de esas que no molestan, de las que nadie escucha pero que ayudan a acolchar el aire para que las conversaciones no se desparramen y se mezclen o se exhiban, promiscuas. Casi puedo oirla. Es lo único que vuelve nítido de aquella noche. Como si la música hubiese cobrado una cierta materialidad benevolente para desplazar todo lo demás. Una melodía de jazz. De esas sin elaboración, que se disponen moebianamente. Un saxofón, un piano en sordina, una batería tenue, mullida, como si el palillo golpeara a través de un grueso trapo de terciopelo. Nada más: una onda que congregaba y restringía las conversaciones a sus territorios particulares. Si sigo la melodía puedo recomponer apenas un rostro, una voz: las palabras descompuestas, como si estuviesen escritas, cada una, en un papel, y todos los papeles dispuestos sobre la mesa: cualquier conversación se podía fundar: la de esa noche y otras muchas que no importaban.
Llamó diciendo una urgencia. O una necesidad. El tono igualmente apremiante. En el lugar de siempre, puedo haberle propuesto, porque respondió que no, que allí no, que teníamos que vernos en un lugar donde no nos conocieran. Por eso fuimos hacia ese lado de la ciudad. Ni él ni yo recordábamos siquiera haber ido alguna vez por allí. Al menos, no en los últimos diez años. El local. Sí, lo recuerdo. Oscuro. Alargado. Una barra extensa (casi de la misma longitud que el bar). Frente a ella, una suerte de región discreta, con unos sillones rojos y negros y pequeñas mesitas para apoyar las bebidas y los silencios. Sí, es cierto. Una música que era siempre igual. No, un bucle no. Como si no pudiera salirse del recorrido pero trazara una limitación levemente diferente cada vez. Jazz. No sé si lo llamaría así. Pero, sí, similar. Como dije – creo -, esas músicas que se componen para ambientar y compartimentalizar decires. Estaba muy alterado. Varias veces intentó comenzar a referir lo que fuera que tenía para contar. Pero las palabras parecían escapársele. Lo tranquilicé. Todo el tiempo del mundo, tenemos. Frases así, hechas, y ridículas. Tenemos el tiempo que tenemos, y la verdad, que en algunas ocasiones es muy arriesgado concederlo. Pero era él. A él sí. Le pedí un whisky y luego otro. Casi pude escuchar sus latidos serenarse. Pero debía ser la batería que era parte de esa música irreal – de tanto en tanto, bajaba aún más sus pulsaciones, como si compusiera una muerte.
Ahora mismo no recuerdo si era él. Pero puede ser. Entonces era un amigo muy cercano. Así que bien pude haberlo llamado a él. Sí. Ahora que lo dice, el rostro impreciso del que le hablé, una vez superpuesto, no diría que encaja, pero sí que no difiere. No. No puedo recordar lo que le conté o lo que tenía para contarle. No. No es que no quiera. No puedo. Lo he intentado en muchísimas oportunidades. Incluso me he sometido a sesiones de hiponosis, pero sin resultados favorables – descubrí un miedo a los charcos, recordé dónde había puesto un camioncito Matchbox que busqué con ahinco a la edad de cinco años; y caí en la cuenta de que un maestro de segundo grado era demasiado cariñoso con las chicas del curso. Pero de aquello, nada. O poco. Lo de siempre. La melodía. Ese rostro que es como el molde universal de todos los rostros. Y las palabras sobre al barra, desperdigadas.
Nos sentamos en la barra, al principio, en unos taburetes, pero sólo mientras él bebió los dos whiskys. Pidió un tercero e hizo un gesto que indicaba la íntima frondosidad del local. Nos ubicamos en uno de esos reservados o lo que fueran. Allí hablamos. Allí comenenzó a decir aquello que al principio no tenía ni pies ni cabeza y que me hizo pensar que estaba teniendo algún ataque o un brote o algo por el estilo. Pero luego, de repente, las palabras compusieron un significado nítido, lógico. No. No le voy a decir lo que me dijo. Pregúnteselo a él. Tampoco le diré lo que le dije, porque sería muy fácil inferir lo que él comentó. No seremos, hoy en día, los amigos que éramos entonces, pero aquellas palabras fueron pronunciadas dentro de esa lealtad, y ahí se quedan. Sí. Me impresionó. Le dije poco. No sabía qué decirle. No podía, siquiera, abarcar el todo que me había dicho: mi comprensión mordía periferia; y a esos bocados era a los que respondía, o a partir de los que intentaba un consejo – que sonaba más a un consuelo que a otra cosa. Por eso, calculo, se levantó, de pronto, y se fue. Por eso no lo vi más. No entendí su actitud entonces; antes bien, la reprobé: debo admitir que lo desprestigié en varias conversaciones. Pero ahora lo comprendo: estaba desesperado por obtener alguna confirmación, un leve indicio de la verosimilitud de… Bueno, de aquello. Y yo le ofrecí conmiseración, lástima. No lo hice voluntariamente, ni por desinterés: su parlamento me redujo, me condujo de regreso a la infancia, donde uno entendía las palabras pero no lo que significaba su apareamiento algorítimico.
No recuerdo haberme ido. No recuerdo haber bebido. Sinceramente, no lo recuerdo. Sólo esa música, que a veces, por la noche, es como una tortura, porque me rememora que no sé. Y que allí sucedió algo que ha alargado su acción hasta ahora. Que seguirá haciéndolo: habito en su consecuencia; y ésta, como la música, no termina, es siempre igual, no permite que se fabriquen hechos (es decir, nuevas consecuencias). Usted inquiere con la sospecha de que evito lo que sea que no puedo evocar. No es así. Pues si dijo eso, dígale que tiene mi aprobación para contarle lo que yo haya dicho aquella noche. Le agradezco. Pero prefiero no encontrame con él. No lo sé. Es una sensación que persiste desde aquel momento. Una suerte de imposibilidad, más bien. Una cautela. Luego, en todo caso, le pregunto a usted. Pero no lo sé. Si no puedo recordar, por algo será.
No importa que lo haya escrito y firmado él – reconozco su firma. Si él quiere saber, que venga a pedírmelo. No me haré de rogar. No es orgullo. Le debo una disculpa, antes que nada. Así pues, cada cosa a su debido tiempo. Pues si persiste una cautela, como usted dice que él dijo, así están las cosas. Esto, este papel, me autoriza a contarle a usted, sí; pero usted no fue parte de ese instante. Ni de nuestra amistad. No sé que afán lo mueve a usted, si historicista, sociológico, o qué; porque no me importa. Lo que me dijo, si no lo recuerda, estará siempre esperándolo aquí – luego, que él haga lo que quiera con eso. Y si no puede venir, por algo será. Acaso no esté preparado para oirlo; para oirse. De ahí la reserva. Y no me extraña… Le voy a decir una cosa: si me lo dijo en aquella oportunidad, fue porque sabía que lo iba a olvidar. Necesitaba alguien que registrara sus palabras. Alguien; no algo. Acaso, pienso ahora, no se haya ido ofendido; sino que ya había dicho lo que tenía que decir, y ya había comenzado a sumprimir la retención de aquellas palabras y todo lo que había conducido a ellas. No insista, no se las diré a usted. Ya le dije, no me importa el papel. Es más, no sé si lo firmó por propia voluntad o coaccionado. Tiene que venir él. A buscarlas él. Porque son suyas. Y cuando las escuche; no las querrá repetir. Se lo aseguro. A propósito, ¿cómo se enteró usted de esa conversación? Yo nunca le referí nada a nadie. Y no creo que él. Ah. Así que usted era esa sombra muda. Así que el barman… ¿Y para qué quiere saber?
Porque sí dijeron unas palabras cuando estaban sentado en la barra. En realidad, lo hizo sólo su amigo. Pocas. Pero la manera en que se unieron – como si unas y otras tuvieran receptores especiales, como entre células y sustancias -, me ataron a ustedes. Cuando se sentaron en el sillón, una ansiedad que no comprendí empezó a organizarse: necesitaba escuchar lo que su amigo tenía para decir. Completar esa introducción. Y no sabía por qué. Porque no conocía a ninguno de los dos, ni sus circunstancias, y no me podía importar menos; pero lo que iba a ser dicho ahí, sí. Y cuando su amigo se fue; e inmediatamente lo siguió usted; supe que tenía que encontrarlos. Que tenía que saber qué se había prounciado en aquellas penumbras tramposas. No salí tras vuestro, entonces, porque la ansiedad aún estaba germinando, y porque temía que me echaran. Pero a los dos o tres días, la quemazón de necesidad se había afianzado y extendido. Entonces comencé a buscarlos. Hacen hoy siete años, tres meses y diecisiete días. Mi tiempo, como el de su amigo, quedaron detenidos.
¿Y quién le dijo que el mío continuó como si nada? Si a usted esos trozos de frases le produjeron ese efecto, imagínese a mí, que estuve expuesto a todo el caudal de compuestos sintagmáticos. Todo el parlamento, como esa música que sonaba, se repite una y otra vez en mi cabeza: detenida mi cronología.
Por cierto, ¿qué música era esa? Imaginaba que ni nombre tienen; quién se atrevería a escracharse de esa manera…
Dígale que le diga lo que dije entonces. Son mis palabras. Decido yo sobre ellas. No me importa que las repita. Son palabras que se utilizan todos los días. Así que el barman, usted… Vaya. ¿Y por qué no me lo dijo antes? Escrúpulos. Hacen mal en dosis muy elevadas. Una interacción con el colesterol o algo por el estilo. ¿Qué le preguntó? Pues no lo sé. Acaso sólo sea una instancia para ratificar el silencio y la desmemoria. Quizás sea su responsabilidad encontrar el eslabón que falta. No, la de él, no; la suya, digo. ¿Cómo voy a saber cuál es? Esto se me está ocurriendo ahora. ¿Había alguien sentado cerca nuestro? Una pareja… Amantes. Sí, sí, ya entendí: de trampa. Pues acaso deba usted encontrarlos. Ellos deben tener alguna pieza, algún vocablo. Uno escucha hasta cuando cree no estar haciéndolo. Quizás cuando todos los que estuvieron expuestos, como dijo mi amigo, se encuentren, entonces yo recuerde, y ustedes sepan. Pero nada es seguro…
Puede que tenga razón. No lo sé, la pareja estaba a lo que estaba.. Pero sí, no estaría de más intentarlo. A fin de cuentas, mire lo que trazas de nada han hecho con usted. Pero sabe qué; tengo un pálpito: en cuanto él las recuerde, quedará todo el grumo desactivado, será como cualquier otra alocución. Y estaremos liberados.
Palabras tan comunes. Tan gastadas… Pero ahí, en ese momento – y creo que esa maldita música tuvo mucho que ver -, adquirieron una entidad que no le corresponde a ninigún enunciado. ¿Nunca antes había escuchado una conversación, o girones de conversaciones en ese bar? ¿Cómo es eso? Un lugar para una socialización clandestina. Sí, los sillones son muy apropiados.Pero algo tiene que haber escuchado. Lo que sucede es que no eran esas palabras que venían cargadas de destino o gravitación. Era de las que uno no registra…
Nada. No escuché nada. Y ya llevaba siete meses trabajando allí. Así pues, en circunstancias normales, debería haber escuchado alguna charla, un reborde de confesión, de seducción. Pero nada. Al menos, no lo recuerdo. Hasta que ustedes llegaron. Así que estoy pensando que todas las charlas entre amantes, intrascendentes, acaso…. La música… La música…
La música… ¿Sabe?, pues puede que tenga razón. La maldita música… Por eso se quedó imantada a uno – o viceversa, más bien. Ocupando el lugar de algo que uno precisa, u obstaculizándolo. Puede ser… En tal caso, no sólo no importa la pareja que estaba cerca nuestro, sino que puede ser altamente nociva para lo que usted pretende.. Tendrá que seguir el hilo de la música. Es lo único que se me ocurre. ¿Qué le dijo sobre esto mi amigo? ¿Cómo que no le mencionó la teoría musical? Usted, me disculpará, pero está un poco verde para esto de los detectives… Vale, si usted lo dice. No pierdo nada creyéndole. Pregunte a ver quién y dónde compró el disco o lo que fuere. Rastreélo, hasta llegar al compositor de esa infamia, a los pobres músicos. Ahí puede haber algo.
¿La música…? Qué se yo. Es una posibillidad. Pues será responsabilidad suya, qué quiere que le diga. Yo no me embarco en búsquedas. Ah, ya lo sabía. Bueno, claro, usted llegó a esta fiesta y no trajo nada… Buena suerte. Quizás nos salve – a los tres; si es que no hay algún otro daminificado por ahí – o nos termine de hundir. Cualquiera de los dos desenlaces es mejor que esto.
© Marcelo Wio
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