De entre la entropía de remolinos de polvo blancuzco sobresalía una figura: Módico Vargas. Impoluto, intocado, entre conciliábulo de piernas y el entrevero del aire a empellones en una batalla ancestral con la inmemorial sequía.
No es que Módico Vargas hiciese esfuerzos por mantenerse pulcro y alejado del cambalache de rudezas del juego, sino que, aunque perniles y polvo lo intentaban (las piernas con gran ahínco), no había manera de alcanzarlo. Dotado para burlar hasta la naturaleza, dijo de él un entrenador que tuvo a los siete años.
Suele decirse que fulano era un cinco de la gran siete, o que mengano era un diez con todas las letras; pero en el caso de Módico Vargas no podía constreñirse su capacidad futbolística (¿sólo futbolística; o más bien artística, biológica?) a una sola posición ni, mucho menos, a epítetos tan trillados. Jugaba en toda la cancha (como flotando, afirmó el aguatero de su equipo de los once años – la verdad sea dicha, el hombre andaba siempre con unos tragos de grapa – y de lo que terciara – encima, con lo que la mirada líquida bien podía fabricarle hipnóticas distorsiones onduladas), y en cada puesto lo hacía de manera sublime.
A Módico Vargas lo descubrió Eladio Vázquez, ojeador del Auscultadores FC. “Descubrió” es un verbo excesivo, que siempre implica una relación desigual, ventajosa para la parte que “descubre”: que Módico Vargas transitara sus trece años en una realidad ajena a la de la ciudad, no quiere decir que el encuentro entre uno de sus emisarios y Módico destapara nada en absoluto; en su pueblo y en los poblados vecinos, sabían de él, que es decir, conocían y admiraban sus condiciones excepcionales para el fútbol. Pero, ya se sabe, si la ciudad no descubre, no existe.
Así, entonces, en uno de sus tantos viajes al interior del país, Eladio lo vio a Módico Vargas jugar en una de las tantas canchas de tierra endurecida y arenilla suelta que hay en la región. Tres palos flacos y chuecos en cada extremo, y las líneas marcadas a talón, completaban la precaria desolación repetida.
Allí lo vio. Jamás había visto nada igual. Ni en primera división, ni en otras ligas que había conocido en el extranjero. No, no recordaba haber visto – y había visto mucho; y recordaba muy bien lo observado – nada igual. Nada igual era un término que se le paseaba por la frente mientras lo miraba jugar… No, no juega, Módico Vargas hacia algo mucho más elevado que jugar. Módico Vargas ofrendaba belleza. Porque lo suyo no era mera habilidad… Ni otra cosa… Acaso, por inusitada, su condición no tenía el beneficio… o más bien, el perjuicio de una definición. Lo que Módico Vargas hacía no se podía aprender ni entender – no había tiempo suficiente para alcanzar o domesticar tales capacidades, para aprehender su significado -; sólo se podía disfrutar (y no es poco). Decir que se trataba de un don es incurrir en una simplificación ordinaria, en un burdo encubrimiento de la ignorancia propia.
Eladio se apresuró en hablar con el padre de Módico Vargas, y prometió con desvergüenza y honestidad: sabía que cualquiera con dos dedos de frente honraría esas promesas – y las aumentaría, llegado el caso – con tal de contar con Módico Vargas entre sus filas. El pre-contrato se firmó en la cocina de la casa de los Vargas, a la luz de un sol de noche picado de mosquitos. El padre de Módico Vargas y Eladio brindaron con un licor de caña que bien podría haberse utilizado para corroer metal.
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La primera señal, que en su momento, no fue entendida como tal, se produjo en el entrenamiento. Módico Vargas no podía parar de estornudar, y los ojos, irritados, le lloraban exageradamente. El aire de mierda de la ciudad, propuso alguno a manera de explicación. En unos días, en cuanto se le pudran un poco las vías respiratorias, va a estar bárbaro; el mismo que había realizado el comentario anterior.
Pero el tiempo no hizo sino empeorar el cuadro. Finalmente, un médico le puso nombre a lo que, ya más de uno, andaba temiendo: alergia al pasto; más específicamente, al Lolium Perenne, más conocido como Raigrás Perenne. Si quieren que juegue, van a tener que buscar otro césped. Claro que la solución sólo era válida jugando de local…
Luego del cambio de césped, Módico Vargas anduvo fenomenal. Hasta la tercera fecha (por calendario, los dos primeros partidos del campeonato le tocaron de local a Auscultadores FC), cuando visitaron al Deportivo San Seguime, cuya cancha tenía una mezcla de Raigrás Perenne y Pasto Azul. El ayudante del técnico del FC Marítimo no necesitó ningún médico para descifrar la sintomatología luego de varios incidentes similares del muchachito Vargas cuando jugaba de visitante Auscultadores. Preguntó sin preguntar sobre especies gramíneas y cruzar los datos. El campo de Marítimo no tenía Raigrás ni Pasto Azul, así que – sin saber cuál era el componente que desencadenaba la anulación de Módico Vargas – mandó a plantar ambas variedades siete fechas antes del encuentro con Auscultadores.
Las malicias tienen la capacidad de comunicarse incluso (o acaso, sobre todo) sin palabras, sin la intención de ser transmitidas. Así, todos los campos de juego – excepción hecha del de Auscultadores, claro está – terminaron estando compuestos por la misma combinación vegetal, relegando a Módico Vargas a los partidos de local; es decir, a la neutralización de su efecto en la liga.
Las malas lenguas dicen que fue el médico del Auscultadores el que vendió el secreto, y no el ayudante de FC Marítimo el que se percató de la dolencia. Como fuere, al año, Módico Vargas estaba de vuelta en su pueblo: del polvo al polvo un breve trayecto de estornudos y admiraciones cautas (nadie quería encariñarse, idolatrar a un pibe que, sabían, tenía los días contados en la liga).
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Unos seis años después de su paso por la liga, el presidente del FC Marítimo (el ayudante del director técnico de aquel entonces) se acercó al pueblo para ver qué era de la vida Módico Vargas. La culpa (o, antes bien, esa forma de relacionarse de manera egocéntrica y auto-imputadora con el pasado), más que la curiosidad, lo llevó allí; a un tiempo que, él no lo sabía, ni lo supo, parecía detenido: Módico Vargas (que en ese momento tenía diecinueve años), en medio de un campo de tierra, inmaculado, seguía siendo único. Cuando terminó el partido, el presidente de Marítimo pensó en acercarse, contarle la mezquindad y disculparse. Pero un temor remoto, o una miseria mínima, pero con ánimos de crecer, lo retuvo. Se fue del pueblo en silencio, como había venido. No fuera cosa que esos actos terminaran teniendo como consecuencia vaya a saber qué otras acciones. Uno nunca sabe. Además, al muchacho se lo veía muy bien, jugando entre los suyos, entre ese polvo persistente, casi corpóreo, que era como un cortinaje de una mala obra de teatro disimulada por un excelso actor con sensibilidad a los focos de luz. Cada quien en su lugar, y todos contentos. Un remolino le levantó el peluquín, como si fuese necesaria tal metáfora para ver en su interior.
Publicado originalmente en Ni más ni menos
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