Modelo de Patria

 

 

Con el final del conflicto, y la subsecuente caída de gobiernos y alianzas y erosiones de fronteras, se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, con un país: un trozo de territorio trazado en un mapa apurado que pretendía diseñar una paz que durara al menos cien años – sabiendo, como buenos apostadores políticos, que si llegaba a cinco se podían dar por satisfechos (tiempo suficiente para pertrecharse y sacarle un beneficio a la próxima contienda).

Todo, pues, se tuvo que hacer rápidamente, en unos pocos días, como quien dice. Desde inventarse la bandera, hasta decidir la lengua oficial, la forma de gobierno, la constitución que plagiarían y otras cuestiones que, entendían, hacen a la formación del Estado – en términos de biografía colectiva estaban más bien escasos de material; ya se sabe, potestades, excelencias logros, honores y laureles y toda esa parafernalia para impresionar a los alumnos más pequeños. Porque, qué es un país sin identidad, sin una épica que la sustente, que la dignifique y la justifique (ante propios y extraños) con un prestigio singular a través del tiempo. Cuánto podemos durar, rodeados como estamos de orgullos añejos, chovinismos musculados y confianzas incuestionables, se preguntó uno de los encargados de montar la soberanía novísima. Hay que convertir al individuo en sociedad para, posteriormente, convertirlo en generaciones de Patria, concluyó el mismo individuo – en lo que debió parecerse más a una reunión de guionistas que de Patres Patriae.

El material propio a partir del cual podían trabajar para establecer una identidad era, como ya se dijo, prácticamente inexistente: eran apenas un rejunte de exclusiones y desplazamientos antiguos y recientes, que no había podido cuajar ni un resentimiento. Así pues, se decidió lo que han decidido tantísimos fundadores (de todo, de religiones, ideologías y, desde luego, estados), robar un poquito de aquí y otro poco de allí, maquillarlo un tanto, y mezclarlo con las propias fantasías, idiosincrasias y deseos colectivos. En este sentido, una de las primeras medidas fue la de confeccionar un mito creacional cohesivo: una estatua debía emplazarse en las ciudades y pueblos importantes, en las cabezas de provincia y de departamento, con la siguiente leyenda:

 

General Ataulfo Idaizabal Medina Ponce
Padre de la Patria
Vencedor de las batallas de Collado de los Montes y Retiro de los Llanos

 

En tanto, se le fue inventando una biografía pulcra, sufrida y abnegada, de estratega, leguleyo y hombre de familia y letras. Las batallas apócrifas fueron ampliamente narradas con lujo de detalle, documentadas con diarios personales (propios, de otros oficiales y de algún soldadito de pie, mera carne de cañón, que le dicen, pero que quedan tan bien en toda historia, en su justa medida, sin postularse como adalides de la moral; a lo sumo, como ejemplo del arrojo del pueblo, de su patriotismo, de su capacidad de obedecer y hacerse matar con una sonrisa orgullosa) e informes militares: las fuerzas nacionales dibujando el contorno de la Patria a cañonazo y sablazo limpios, pero con la justificación de la razón, de una legitimidad superior (de esos dioses que llevan el mismo pasaporte que uno y que siempre ven con buenos ojos las trastadas del propio país).

No había ningún General ni símil a mano para postular su rostro. De manera que había que elegir uno que de alguna manera compendiara los rasgos del pueblo, vamos, uno “querible, admirable; de esos que gustan a las mujeres y producen envidia entre los hombres” (según definición de uno de los miembros de la Junta de Formación de Estado; así se autodenominó ese rejunte de personalidades con afán de fundación). Para tal fin, algunos dicen ahora que cínicamente, yo creo que fue más bien un inocente desliz producto del apremio por establecer un mínimo consenso, “una mínima aquiescencia popular” (como señaló otro de los miembros de la mencionada Junta durante una de las sesiones) alrededor de una identidad, es decir, un vínculo comunitario, nacional, etcétera; para tal fin, decía, publicaron un bando público, en el que convocaban a “un hombre de mediana edad, de rostro agraciado, de facciones patricias, estatuarias”. Ya nos gustaría que toda mistificación nacional – o al menos una amplia mayoría – comenzara de esta manera casi literaria – por cierto, también convinieron en que toda gran cultura debe poseer lo que habitualmente se denomina “novela nacional”, para tal fin aprobaron por unanimidad hacer pasar como propia alguna obra ajena, hecho que ofrecía el beneficio añadido de poder presentar la original como un hurto, un despojo de la propia cultura, alimentando un sentimiento de ofensa al orgullo de estreno, a la vez que un sentimiento de superioridad intelectual.

En eso andan. De lo más entretenidos, fabricando un país como quien se entrega con pasión a un juego de mesa o alguno de esos pasatiempos que tan bien sirven a los fines de no pensar en intríngulis íntimos.

 

P.S. A modo de comentario aparte, de nota de color, vale la pena mencionar que el hombre que prestó su rostro para la estatua patria terminó por asumir el papel, sin que nadie se lo pidiera, del General Idiazabal Medina Ponce. Al principio, cuentan, con ánimos de lucro; mas luego, ya cautivado y atrapado por ese personaje que era una mezcla de dios y mesías. Deambuló por poblados y caseríos de frontera diciendo discursos y barbaridades hasta que, se dice, intentando separar a dos jornaleros borrachos que andaban con ganas de sangre, recibió una cuchillada fatal.

 

© Marcelo Wio

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