Memorias de abuela

A Beni

 

De pie ante la parcela yerma – tierra grisácea endurecida; hierbajos resecos, de un amarillo sin luz ni color –, delimitada por muros disminuídos de piedras superpuestas, contemplo la memoria falsificada de mi abuela. Mi memoria: cimientos de yo.

Voz. Adulterada.
La de esa mujer que era la madre de la mía. Mi voz. Un tajo.
Cuando detrás de las horas
esgrimo una presencia
una excusa
apología por si acaso a
alguien – incluso a mí – pudiera
interesarle
el manotazo. De ahogado: de madrugada
y soledad
queriendo ser. Para nadie en particular: ser por ser. Por porfiar

 

El pasado es como una ciudad de la que uno ha oido hablar mucho, pero a la que uno jamás irá. Sobre todo, aquel recibido – acaso, incluso, sobre todo el propio.

Como si las edades y los hechos de los hombres pretendieran cancelar lo pretérito – o sus rastros -: desactivar ancestros; negarse a si mísmos (como si todo fuese, siempre, pura espontánea generación: sin deudas, sin responsabilidades, sin condicionamientos). Sin pasado: libres para reiterar. Errores.

Engaño: olvido como recurso contra el olvido.

Allí estuvo, según me refirió tantas veces mi abuela, la casa: como una corrala: galerías, un patio interior de piedras toscas encastradas en la tierra. Una de las alas, los corrales de las cabras y las ovejas. Esos olores intensos de vida y quehaceres. Una azada apoyada sobre una pared blaqueada con cal. En la mesa de la cocina, una rebanada de pan de hogaza, con matequilla y azúcar. Un tazón de leche. El fuego a un costado. Sobre el suelo de tierra endurecida. Una cacerola colgado de un trípode metálico sobre las llamas. Una cocina económica de hierro – se ve la lumbre a través de una rendija. La mañana transcurriendo como una mañana única. Siempre igual a sí misma.

En aquella habitación de allí arriba – a la derecha, la última de la galería – la bisabuela Ernestina parió hijos y engendró una soledad de la que nunca nadie supo, de tanta gente que había, de tanto trasiego. Idas y venidas confundidas con la compañía.

Se ensaña el tiempo con el tiempo ido. La parcela ya no guarda rastros de esas vidas que son un poco mías; que soy un poco yo: refutación.

Detrás, y hacia el oeste, se ve un llano. Por allí llevaba mi abuela, niña, con su hermano, Tomás – unos años menor -, las cabras y ovejas a pastar. Allí debió  plantarle Tomás cara al carnero. Allí lo debió dejar tendido, como niño muerto, sobre las hierbas y piedrajos del campo mezquino, un buen rato. Cabeza contra testuz. Lucha desigual.

Allí debieron ocurrir tantas de esas historias que la abuela contaba – o a las que se escapaba en ese exilio lejano y largo. Pienso que si bajo, tal vez la encuentre. A ella. Joven. Aunque temo no reconocerla. Pero más aún,  temo no encontrar más que un reflejo del silencio de esta parcela. Y no estoy dispuesto a concederle eso al presente.

Duración. Trazos transcurridos. Lapsos, como
esa rodaja de pan de hogaza sobre la mesa
el olor de la lumbre
el frío de meseta ganándole a las astucias y empeños de los hombres
ella
su rostro
su voz
la voz de su historia, la historia de sus manos. Todo.
Dura. En el lapso que me toca ser. A pesar de esa parcela.
Que sólo es impotencia de la vida ante la vida.

 

© Marcelo Wio

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