Andaba leudando ya la sublevación de recelos aún antes de que hubiese nada que maliciar. Como dijo Anselmo, el ferretero, las predisposiciones anteceden a los hechos, de la misma manera en que el relámpago precede al trueno. Es decir, el hecho es una consecuencia de la propensión. O no… Como fuere, toda esta filoágnoia, no viene a cuento.
Andaba, pues, fermentando recelos, Lautaro Fuentes, aún antes de que le hicieran efectiva la cornamenta. Tribunalicio Azpilicueta, el cartero, fue de la teoría de que los desesperos de Lautaro terminaron por arrimar a los fornicarios adulterados: su mujer y el vecino de la casa derecha – el viejo Manrique. Decía Tribunalicio: con tanta sospecha, tanta recriminación, tanto cagazo de virilidad ofendida, sugestionó a su mujer, la persuadió de que el viejo poseía atributos que le habían sido esquivos hasta ese momento. Lautaro, amigos, sedujo y fascinó a su propia mujer para el viejo. Un boludo de manual de primer grado, comentó en su momento Floriano, el barrendero. No llega ni a esa instancia, es de depósito de objetos perdidos y jamás reclamado; de esas cosas que nadie llega a saber para qué corno sirven – hizo leña del árbol caído Carolino, el barbero. Es de esos que ejercen la estupidez en una clandestinidad que sólo los engaña a ellos mismos – usufructuó la leña Nicanor, el ingeniero civil que Vialidad Nacional se había olvidado allí – junto a las obras inconclusas – hacía siete años.
Pero, volviendo al hecho; andaba, entonces, Lautaro, fermentando la desconfianza y el temor de que su mujer y el hijo del almacenero se entreveraran en un entretenimiento de carnalidades furtivas, cuando se le ocurrió que lo inevitable – porque conocía los calores de urgencia de su mujer, y era consciente de sus energías y enderezamientos menguantes -, podía revestirse en una cierta venganza: suplantarle el objeto evidente de la aventura, por un viejo sin atractivo ni vigor.
Cuando supo que sus maquinaciones habían funcionado, sintió una absurda sensación de triunfo. Sensación que duró lo que tardó en llegar al bar y oír, justo antes de entrar, una voz, que era la del cura Agapito, diciendo: «Muy mal habla esto de Lautaro, che… Muy mal. Es más, canónicamente hablando, lo deja como el traste. Porque si me decís que la mujer lo engaña con… qué sé yo… con el hijo del almacenero, por decir alguien, que es joven, buen mozo, robusto… Pues, qué quieren que les diga, sería comprensible… lógico, más bien. A fin de cuentas, el hombre viene al mundo con menos cartuchos que la mujer para el tiroteo concupiscente… Pero que lo cornee con el viejo Brindisi… Madre mía… ¿Con qué cara va a salir a la call…»
En ese momento alguien ejecutó cortitos y sutiles “shhhhhh” acompañados de gestos tenues que conminaban al silencio y al disimulo parroquiales, al tiempo que Lautaro maniobraba para ingresar los cuernos al bar sin desgraciarle el cielorraso a Velazco, al tiempo que tironeaba de su dignidad que, como un crío que no quiere entrar, chillaba y estiraba para salir pitando.
© Marcelo Wio
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