Máscara de piedad

 

Nieva censura para mentir
higiene sobre los sediciosos rastros
de presencia: el decir apagado
y los pasos. En rojo
y azul un cartel anuncia embrutecimientos
o tal vez sea una salvación en
Getsemaní o en Lavapiés. Quien sabe,
si no se escuchan ni los pensamientos,
menos que menos las oraciones derviches
que giran como remolinos o asedios
en el lejano Oeste que queda
a la vuelta de la esquina, donde alguna
aún estará aguantando las embestidas
de viento y vientre y aliento. Suena
la campanada para decir cuartos
y cerrar los mercados de abandono
donde todo se vende y muere y es regurgitado
enrasado, para reingresar en la existencia
con sus miserias idénticas y amarillentas.

Pero nadie escucha el golpe único del badajo, aspirado
el sonido por esa infame multiplicación de lo mismo
que es la nieve – y la lluvia y las multitudes
y los planos. Nadie escucha. Ni quiere
hacerlo: seguir como si todo levitara, como si se hubiera
cancelado el discurrir y las pandemias y la abstinencia,
y así fuese la muerte: un mausoleo blanco donde uno sigue
en sordina.

Pero no, uno sigue, sí, pero afianzando
la derrota y la vergüenza; y el dudoso atenuante
de que nadie realmente presencia,
confirma, amonesta – cada cual
a lo suyo: sólo uno y la culpa, intacta,
tajante como el frío. La culpa y la memoria
o esas adulteraciones revisionistas
que le crecen al presente: uno que fue
o cree haber sido otro, rapaz,
tan despreocupado sobre un camión de madera roja
que no tuvo tiempo de verse apenas
más adelante, apoyado sobre la roja barra
de un bar sin color, mientras fuera nieva
una máscara de piedad.

 

© Marcelo Wio

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