Canta. En un bar. Y a veces, a la entrada de la estación de Atocha. Letras propias, que va inventando sobre la marcha: pedazos de presente e intuiciones de futuro.
Una vez al mes coge el tren a Toledo para hacer de cuenta que vive otra edad, y en el camino de ida se inventa un amor que rechaza en el de vuelta, mientras entra noche por la ventanilla.
Cree en las cosas pequeñas y los hechos diminutos. Y en los atardeceres sin estridencia de los días nublados, en la lluvia que espera a que llegue al portal y en los amores sin cláusulas ni nombres ni sexo.
Apenas puede con las aglomeraciones: tantos rostros, todo el tiempo, y sus voces inarmónicas; así que cuando se agobia, va siempre a la misma librería de la calle Lope de Vega y se calma y dice que hay esos libros y quienes los escribieron y que está a salvo.
Para navidades se regala un silencio y una soledad lo más absolutos posibles: lejos de los festejos y las compañías, se mete en la cama, cierra los ojos y se concentra en dejar de oír sus latidos y de sentir su cuerpo: como si muriera un ratito, como mueren los dioses o las primaveras.
© Marcelo Wio
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