Marito Salvatierra, el «lobo feroz»

 

 

Hacía mucho que nadie oía hablar de él. De hecho, no sé cómo me acordé de él. Quizás por alguna de esas asociaciones libertinas que se dan sin la concurrencia de la conciencia. Pregunté aquí y allí; primero, como quien únicamente está rememorando un pasado común; mas, luego, ya con la predisposición de quien necesita saber. Un tipo que trabaja en el mismo diario que yo (soy administrativo), y que realmente no sé cómo se llama ni qué hace – siempre supuse que es contable -, me comentó sobre el dueño de un bar ubicado en un barrio de esos que ya no se sabe muy bien si pertenecen a la ciudad o, ya puestos, si pertenecen a jurisdicción alguna. El dueño, Rodrigo, sabría darme señas, aseguró.

El local era como tantos que surgen sin más pretensión que congregar algunas tristezas fieles con la finalidad de ganar algo de dinero: un cartel que probablemente siempre fue viejo, un ventanal que refleja totalmente la luz exterior, un nombre que se olvida o confunde con tantos otros en cuanto uno lo lee; una barra de aluminio, unas pocas mesas flacas y un televisor que parece estar transmitiendo una realidad que sólo acontece para los parroquianos. Allí debía preguntar por él. El contable no me dijo por qué aquél hombre podía ponerme en contacto con él o, al menos, ponerme tras su pista. Tampoco le pregunté. Estuve muy chambón.

No había clientes en el bar. Sólo un tipo grueso detrás de la barra leyendo un diario deportivo.

-Buenas tardes. ¿Rodrigo? – le pregunté.

-Buenas. Yo mismo. ¿Y usted?

-Trigo. Arnaldo Trigo. Trabajo en el diario Hechos. Allí me dijeron que podía preguntarle a usted por el “lobo feroz”.

Me miró como si estuviera tomando las medidas para confeccionarme un traje o un ataúd. No podía decidirme: me observaba sin emociones.

-Ese era su nombre profesional. Ni eso, era el personaje. Así de encasillado quedó el pobre Marito. Mario Salvatierra. A ese busca usted.

-¿Dónde lo puedo encontrar? – inquirí ansioso.

-A tres calles de aquí…

-¿Estará en casa ahora? ¿Me podrá atender? Me gustaría hacerle unas preguntas.

-Ya, ya, veo que le gusta la interrogación. Él siempre está allí. A veces le da por venir. Pero ya casi no sale.

La casa de huéspedes exudaba amargura. No quise ni imaginarme lo que quedaba dentro. De pronto me dio por pensar que el tal Rodrigo me había dirigido muy prontamente hacia Salvatierra. Sin ninguna pregunta sobre mis motivos; ni el nombre de la persona del diario que me había referido su nombre. Pero, así como vinieron esas ideas, se deshicieron, como algunas ideologías y como todas las utopías. No había llegado a cuajar la sospecha.

Una mujer sin edad me condujo hasta la habitación de Salvatierra. Golpeó la puerta y anunció: Marito, acá un muchacho que quiere verte. Y se fue por donde habíamos venido.

Un “pase” atravesó la puerta y me alcanzó, ya disminuido, en el pasillo oscuro, frío y con olor a humedad.

Mario Salvatierra ocupaba una piecita sin ventana (es decir, un trastero en toda regla); una cama individual contra una de las paredes (la más larga; que quedaba inmediatamente frente a la puerta), una mesilla de noche, un armario enclenque y una foto de una mujer en la cabecera de la cama, que, inferí, por el parecido y por lo añoso del papel fotográfico, que debía ser su madre. Un pequeño brasero a los pies de la cama ayudaba a intentar imaginarse que el ambiente espeso sólo era producto de éste y del encierro y no de la pesadumbre que allí tenía una presencia física más real que la del propio Salvatierra.

Estaba tendido en la cama, de costado, apoyado en su brazo derecho. A su lado, abierto, y sostenido con la mano izquierda, un libro de Raymond Chandler – había muchísimos apilados contra las paredes que quedaban libres.

-Un gusto, señor Salvatierra…

-Marito, por favor.

-Señor Marito…

-Señor Marito parece el nombre de un pájaro de dibujos animados, che. O, peor aún, el tratamiento ofrecido a un pelotudo mayúsculo.

Intentado tranquilizarme – se me amontonaban las preguntas entre el cerebro y la base de la lengua; y el filo breve de un escepticismo, de aquel que no había llegado a cuajar ante la puerta de la casa -, le referí cómo había llegado a él.

-Y te preguntarás qué hace acá el “lobo feroz”, en la cama, como la abuelita.

Asentí. De pronto tuve una sensación en el pecho que, como un fogonazo de lucidez e inmediatez, identifiqué como la misma que tenía con cinco años antes de que mi madre o mi padre o mi abuela o quien fuera, comenzara a narrar una historia; a contarme un cuento, vamos. Pude oler las sábanas de mi cama de niño, el perfume de mi abuela. Y cuando volví al instante presente, a aquella piecita miserable, me pareció que había ultrajado mi memoria. ¿A qué sistema límbico se le ocurría traer a colación un recuerdo como ese en un lugar como aquel? Por suerte Salvatierra empezó a hablar y me distraje con su relato.

-Al principio todo iba bien. Un papel más. De lobo feroz. El guion era muy sencillo y la paga no estaba mal. Usted ha visto lo tonto del asunto, con su moralina y su paternalismo… Y aun así, por lo que fuere, tuvo un éxito tremendo e inmediato. De manera que enseguida, otra vez a interpretar al lobo feroz, pero en esa oportunidad, la cosa era contra los cerditos. Un trabajo igualmente tirado. Y la paga aún mejor. No me podía quejar. Pero… Porque el destino no te pone regalos así por sí. Había un oneroso peaje; un menoscabo incluido. Así pues, para empezar, Marito despareció. Y, con el nombre, claro, muchos de sus significantes, de sus idiosincrasias. De pronto era el “señor lobo feroz”. Al principio me pareció sencillamente pelotudo, pero luego de escucharlo unas cuantas veces, y siempre con el tono adulador de quienes rondan servilmente al éxito, pues me acostumbré – no voy a decir que me encariñé o que me sentí cómodo con él; siempre subsistió un resquemor, una desconfianza -. Pero todo iba a pedir de boca. Y, me decían mis amigos, a caballo regalado no se le miran los dientes. Que debe ser uno de los refranes más dañinos que existen: con su abyecto llamado a censurar la curiosidad…

Volviendo al asunto nominal, cuando uno adopta un nombre, lo haga o no en su totalidad o a regañadientes, le guste o no, también adquiere la personalidad que éste trae consigo. Una personalidad que no es, ni mucho menos, un elemento acabado, y ahí radica el busilis: uno comienza a transformarse, a mutar, a redefinirse, mientras, claro está, lo transforma a uno. Imagínese lo que el “señor lobo feroz” puede devenir una vez que sale del set de grabación y se ve rodeado de la inconmensurable oferta de vicios que la fama y el dinero logran congregar.

Comencé a comportarme, efectivamente, como un lobo feroz. Pero obviamente no el que interpretaba para versión infantil. No, este no era apto ni para mayores de edad con las almas un poco sensibles. Las fiestas y los excesos corrientes, los más conocidos o habituales, pronto se me hicieron insuficientes. Frecuenté círculos cada vez más oscuros, donde el masoquismo parecía una actividad de club social de jubilados. Así fue que pronto comencé a hacer incursiones nocturnas a granjas de cerdos, donde perpetraba unas escabechinas atroces: el chillido del cerdo parecía el de un humano. O eso creía o quería creer. Cuando no llevaba a cabo tales matanzas, merodeaba por los bosques con afán venéreo. Por fortuna, a tales horas nadie se aventuraba por allí. Cada vez podía concentrarme menos en mi trabajo – a pesar de lo exiguo que eran los guiones -: mi mente estaba ocupada a toda hora por faustos pensamientos y maquinaciones de violencias y lujuria.

Los estudios pudieron ocultarle mi comportamiento a la prensa hasta que tal esfuerzo ya se hizo intolerable e improductivo: a fin de cuentas, sólo interpretaba ese papel mínimo. ¿Quién carajo me había creído que era?

Una mañana (que bien pudo haber sido una tarde), luego de uno de las bacanales a las que con fanatismo me abocaba – en las que yacía con mujeres, hombres y con algún que otro animal de compañía; además de consumir todo aquello que me convertía más acabadamente en el lobo feroz, o en su exageración -, desperté calado de frío. Me vi desnudo, acostado sobre una manta de piel de borrego. Alrededor, todo blanco. Me hacía doler la vista esa refulgencia. Y recuerdo que pensé: finalmente llegué aquí. El aquí al que me refería era al hospital psiquiátrico. Pero no, no era eso. A medida que mis ojos se fueron adaptando al resplandor, me percaté de que estaba en un paraje nevado. Inhóspito. A lo lejos, había una masa negra que debía ser un bosque. El cielo bajo cubría lo que, conjeturé acertadamente, debía ser un montaña o una cadena montañosa. Me habían desterrado. Y vaya modo más tajante de hacerlo. Como en la antigüedad hacían con los monstruos y los rebeldes y los herejes. Una deportación ciertamente perversa – aunque no exenta de ironía que, aún en esas condiciones, supe apreciar -.

Sobreviví porque de algún lugar me surgió el impulso de hacerlo. No sé de dónde. Porque para mí aquello era un buen final. Al menos, mejor que muchos otros que sin esfuerzo podía imaginarme en aquel entonces. Además, no veía qué podía venir después de aquello. Y, si le soy sincero, visto lo que vino luego, debería haberme resistido a esa vitalidad que me asaltó.

La historia de cómo dejé atrás aquellas montañas y cómo terminé aquí no tiene mucha importancia. Tendría que referirle casualidades inverosímiles, aunque no por ello menos tediosas. No hubo ningún mérito. Hubo al principio un hombre. Un cazador. Que me confundió con un dios o un demonio. Nunca me quedó muy claro. Creo que a él mismo tampoco. Lo subyugué con erotismos y cópulas. Lo conminé a llevarme hasta un caserío a partir del cual hubo otros seres, otros azares y otras maneras de vinculación. Y de pronto me encontré avejentado, cansado y escribiendo novelitas eróticas de folletín en el bar de Rodrigo.

Una vida como hay muchas.

Mario Salvatierra dejó de hablar. Encendió un cigarrillo y me dijo: Y ahora, si no te molesta, pibe, quiero seguir leyendo.

Luego de caminar un par de calles, llegué a la conclusión de que me habían gastado una broma. Si le hubiese preguntado al contable del diario por Popeye, Pulgarcito o el cinco de Deportivo Lampedusa, siempre hubiese llegado a Marito Salvatierra.

Lamenté mucho haber ido con esa inquisición y no con la de otro personaje más interesante, más suculento. Marito se desmerecía mucho como “lobo feroz”. Mucho.

 

© Marcelo Wio

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