Un sueño y un descubrimiento estival

 

A principios de verano soñé un nombre que nunca antes había oído ni leído. Orleano Mutti. Nítido, casi como un cartel que alguien hubiera dejado allí durante la vigilia para los aquelarres que hace el inconsciente durante el sueño trabajaran sobre él.

Apenas me desperté anoté el nombre en una libreta que tengo en la mesilla de noche para tales eventualidades. En realidad, no para estas, sino para otras muy distintas vinculadas directamente con la quiniela. Así que cuando lo apunté, no pensaba en términos literarios, historiográficos, oníricos, freudianos, ni nada por el estilo; tenía en mente buscarle un sentido numérico.

Y a ello me aboqué. Pero lo primero con lo que di fue con la existencia efectiva de un Orleano Mutti (1877 – ¿1905?) en Milán. El primer documento en que lo mencionaba hacía referencia a un artículo que daba cuenta de una representación de Il Trovatore, de Verdi, en el Teatro Alla Scalla. Según el vespertino, Mutti encarnaba a un “impecable Ferrando”. Esa relación sugería demasiados números. Tenía que haber algo más particular, más conciso.

Así fue que seguí buscando, y di con otra mención: Orleano Mutti, centrocampista del Milan Foot-Ball and Cricket Club que se hizo con la Medaglia del Re en 1900. La crónica comentaba en un pequeño aparte que Mutti corría del ensayo en La Scala a la práctica con el Milan, y que ya era famoso en la ciudad porque se lo veía ir y venir ora con las ropas del vestuario de la ópera que tocara, ora con las ropas rudas del balompié – de hecho, afirmaba los colores del Milan se los debían a Mutti o, más bien, al vestuarista de Rigoleto que había elegido que una camisola a rayas negras y rojas para que el Conde Ceprano luciera en uno de los actos; y Mutti, en esa vida suya a la carrera entre sus dos pasiones, trasvasó el atuendo de una actividad a la otra. Pensé en el 77 (las piernas). Pero me pareció muy sencillo. Vulgar, incluso.

El recurso del ordenador no llega a todos los documentos, y pronto agoté toda la información – que ya de por sí era poca – que había sobre Orleano Mutti. Se me ocurrió, con acierto, ir a la biblioteca del Instituto Dante Alighieri. En su fresca soledad pasé casi todas las tardes estivales. No porque me llevara tanto indagar sobre Mutti, sino porque en mi piso no tengo aire acondicionado y se estaba de lo más bien en ese silencio agradable – el verano compone una estridencia insoportable en la ciudad que cada vez tolero menos; no sé, como una felicidad que, sabiéndose falsa, hay que rodear de exageraciones y bochinches.

Enseguida di con un material sorprendente. Según Marco Prandelli, un cronista de la época, Orleano Mutti no era otro que Benito Mussolini. O, más bien, Mussolini no era otro que Mutti; quien, explicaba Prandelli, decidió ocultar ese pasado de “frivolidades burguesas y excentricidades inglesas” cuando entrevió un futuro ventajoso en la política. “Para 1904 ya había borrado a Orleano Mutti del mapa”, escribió Prandelli. Desde entonces, no sólo el nombre, sino la personalidad de Mussolini se impuso a la de Mutti. “Lo inventó todo. La historia familiar. A él mismo. Cómo no iba a terminar siendo quien fue”, concluía Prandelli. Recordé inmediatamente la fecha de posible defunción de Mutti que encontré en el primer documento que hacía alusión a él; parecía apoyar la tesis de Prandelli.

Durante esos primeros días en la biblioteca aún pensé alguna otra que relación numérica con afán de fortuna. Pero cada vez fui meditando menos en ello y más en cómo algunos logran engañar al albur, al destino, a las cronologías y a todo lo que se les ponga delante. Elaboré tantas hipótesis en esa modorra blanda de la biblioteca, que llegué a coquetear con la teología banal: ángeles aburridos o levantados en alas contra la jefatura de los cielos y jurisdicciones asociadas, que bajan a la tierra y toman posesión del cuerpo de algún pelafustán (a sus ojos, probablemente todos los telúricos habitantes) y comienzan a injerir en los asuntos humanos con ánimo de pendencia generalizada y debilitamiento del plan divino.

¡Eso es, la caída! ¡El 56! Tanto cavilar estupideces, y casi se me escapa la ventura. Si es que en cuanto uno se le acerca a la suerte, ésta se inventa las mil y un tretas para enviarlo a uno por un camino opuesto.

 

© Marcelo Wio

 

Publicado originalmente en el Blog Ni más ni menos

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